Publicado en El Norte de Castilla el 2 de noviembre de 2018
Dicen que Valladolid tiene cuatro estaciones: el invierno, el verano, la estación de trenes y la de autobuses. Tal vez por eso, el invierno queda inaugurado en Pucela cuando se echa el telón de la Seminci. Es ya una bendita tradición. Tras una intensa semana de labios rojos, luces quiméricas, salas oscuras y sueños en tecnicolor llega el bofetón de realidad a ritmo de cualquier ciclogénesis explosiva. Eso sí, en la Seminci saben muy bien cómo prepararnos para el viaje y, desde hace varios años, nos regalan como traca final una proyección especial con la Orquesta Sinfónica de Castilla y León poniendo música a alguna joya del cine mudo. Este año la elegida fue una de las más asombrosas, divertidas y memorables películas de toda la historia del cine, la conocida en España como “El hombre mosca”, la obra maestra de Harold Lloyd, aquel joven de sonrisa perenne, gafas redondas de carey y sombrero de paja que plantó cara a los mismísimos Chaplin y Keaton. Todo el mundo recuerda la imagen icónica de Harold Lloyd colgado de un reloj en lo alto de un edificio. Es la guinda de una película que narra las peripecias de un joven que abandona su pueblo para hacer fortuna en la gran ciudad. Desgraciadamente las cosas no salen como él espera y cuando su novia se presenta en la ciudad la locura se desata. A partir de ese momento, todo es puro frenesí. Gags antológicos, slapstick, burlesque, parodias y acrobacias enloquecidas más algunas escenas desternillantes, todo a un ritmo trepidante amenizado maravillosamente por la partitura que escribió para el film Carl Davis, una música que acompaña magistralmente todas las secuencias con una orquesta que parece más una big band y con los músicos en ocasiones emulando las acrobacias de Harold Lloyd. Para deleite absoluto la escena final con la escalada a los doce pisos de un edificio que no es otra cosa que una metáfora sobre lo difícil que es alcanzar los objetivos deseados, todo aquello del sueño americano, las piedras en el camino y la recompensa final del beso de la chica. La alegoría del ascenso social y el primer Spiderman del cine, o sea. En fin, cine en estado puro. Sala oscura, pantalla grande, música en directo, una mano que te agarra en la oscuridad, risas compartidas, una lágrima por alguien que ya no está y un actor que sale de la pantalla y te invita a escalar un edificio. Más cine, por favor.