Harry Stephen Keeler tiene fama de ser mal escritor. Uno de sus grandes admiradores, Neil Gaiman, habla de él como “el más grande de los escritores mediocres que ha dado nunca América”. En todo caso, Keeler es fascinante. Y entretenidísimo. Y adictivo. Y mucho más complejo de lo que algunos piensan. Aunque solo sea por sus intrincadísimos argumentos, por la cantidad de personajes que entran y salen de escena, por la madeja en la que envuelve a todos y por los giros continuos de guion. A veces no es nada fácil leer a HSK. Con “La muchacha del maletín azulado” me he encontrado, hasta el momento, con el Keeler que me ha resultado más complicado de leer, perdiéndome en demasiadas ocasiones en la tela de araña que había confeccionado el autor. Cuando ya era demasiado tarde, cuando ya casi había acabado la novela, descubrí que “La muchacha del maletín azulado” es la novela que pone punto final a la llamada Serie del Cráneo, cuyas anteriores entregas son “El hombre de los tímpanos mágicos”, “El hombre de la caja carmesí” y “El hombre de las gafas de madera”. Es evidente que, para que todo hubiese cuadrado y me hubiese resultado más sencillo, habría tenido que leer las anteriores novelas. Aun así, a riesgo de perderse en alguna ocasión, “La muchacha del maletín azulado” se puede leer independientemente y gozar con las locuras del bueno de Keeler como un auténtico gorrino. En esta ocasión, la historia que llega de los libros anteriores culmina con la celebración de un juicio, el que se celebra contra John Doe, el hombre de la caja carmesí. De hecho toda la novela transcurre en un único escenario (la casa del juez Hilford Penworth donde tiene lugar el juicio). La protagonista es Elsa Colby, una joven abogada que no tiene otro remedio que defender a John Doe, a pesar de que todo, absolutamente todo, está en contra de él y a pesar de que, debido a un contrato que firmó años atrás, la pérdida de este juicio supondrá para ella quedarse sin una jugosísima herencia que en justicia le pertenecía. Frente a ella está el fiscal Louis Vann, que se juega la reelección como no consiga una sentencia de culpabilidad. Y a ambos lados del cuadrilátero el acusado, el tal John Doe, y un asesino que permanece en la cárcel (Gus McGurk) y que está pendiente de ser enviado a la silla eléctrica. Por el medio, un buen número de testigos que irán pasando por la sala dejando sus testimonios. Sabremos de ellos, eso sí, de una forma tremendamente original gracias a la maestría de HSK. Como es de suponer, la cantidad de tramas, subtramas, trampas, giros de guion, personajes imposibles e historias locas son dignas de mención. La propia declaración (teatral y pantagruélica a mayores) del procesado, el tal John Doe, durante el juicio viene a poner en claro el verdadero estilo e intenciones de HSK. Y para muestra vale un botón:
“El procesado, una vez que lo empezó había seguido inflexiblemente sin siquiera respirar entre frase y frase. Sus únicas pausas las hizo en aquellos puntos en que el relato bajaba el telón dentro de sí mismo –telones de sorpresa, de incertidumbre, de mixtificación-. En verdad, había sido dramático: una relación, como si dijéramos, de ruedas engranadas en otras ruedas, y aun de ruedas diminutas endentadas en las más pequeñas, y que abarcaban, como hacían todos los elementos del relato tomados en su conjunto, un enorme territorio. Habían desfilado muchos personajes, como en la escena de un teatro –pues los acontecimientos principales se habían sucedido sin interrupción en un breve espacio de tiempo- y habían actuado en un solo marco en el que habían entrado y del cual habían salido, exactamente como los intérpretes de un drama escénico. Demasiado convincente el relato para ser falso, y demasiado objetivo y lleno de color para ser inventado. Una casa en la que había gángsters y fenecía una banda de éstos.. . y un lavadero chino que pleiteaba contra un banco…, y una carrera de caballos en México…., un recluso excéntrico que coleccionaba esmeraldas de todos los tamaños y formas…, un suicida en el Océano Pacífico…, una mujer de la vida de siete dedos en cada mano…, un agente de tráfico con el título de Doctor en Filosofía…, la dueña negra de una casa de mal vivir de Londres destinada a morir ahorcada al amanecer en la penitenciaría de Pentanville… agentes americanos del servicio secreto…, un reportero vengativo que trastornó todo el servicio telegráfico de toda una ciudad…, un carterista y un granjero…, una mujer que se retiró un año a un convento para rezar tres días y tres noches…, un anarquista ruso…, un autor criminal británico con un tubo de cianuro en la cadena del reloj…, un experto abridor de caja de caudales, y una caja de esta clase a prueba de ladrones…; todo ello tejido para formar un tapiz en el cual la urdimbre sujetaba tenazmente la trama, ésta sujetaba con la misma tenacidad la urdimbre, y el propio tapiz sujetaba a todos los que lo contemplaban”.
¡Todo esto y mucho más es Harry Stephen Keeler!