Publicado en El Norte de Castilla el 13 de abril de 2024
Fueron tres días de paz y de música, el éxtasis colectivo más grande del mundo, el caos más hermoso de la historia. El festival de música de Woodstock fue mucho más que un concierto. Fue el gran hito de la contracultura y un evento legendario que cambió el rumbo de toda una generación. Coincidiendo con la presentación de “Woodstock. Paz, petricor y paroxismo”, el imprescindible ensayo escrito por Carlos Ibáñez y presentado la semana pasada en el Café-Teatro Zorrilla, decidí meterme en vena Woodstock y revisionar el documental “Tres días que marcaron a una generación”. Allí estaba todo. Caravanas, autoestopistas, atascos, un campo inmenso donde crecía la gente, jóvenes llegando de todos los rincones de los Estados Unidos caminando como peregrinos, miles de pequeñas fogatas, la sagrada eucaristía del LSD, exóticos autobuses pintados con psicodélicos colores, chicos y chicas bañándose desnudos en el lago, la bruma púrpura, la música frenética, el espíritu salvaje, la libertad, la gente compartiendo todo y comunicándose con la música que fluía alrededor, Jimi Hendrix tocando el himno nacional como si las bombas que caían sobre Vietnam estallasen allí mismo, una lluvia torrencial, un tornado, el infierno desbocado, mil millones de voltios poniendo en peligro a todos los asistentes, una muchedumbre empapada, gente jugando en el barro como niños y helicópteros militares sobrevolando las cabezas de medio millón de personas, llevando y trayendo a los músicos, pero también medicamentos y comida. Los mismos helicópteros que masacraban a los vietnamitas abastecían a los que se oponían a aquella sangrienta guerra. Era aterrador tener diecisiete años y saber que la guerra de Vietnam era tu destino. Los jóvenes buscaban respuestas y solo las encontraron en la música. Los tiempos están cambiando les había dicho el profeta Dylan y durante tres días sintieron que habían podido cambiar el mundo. Si puedes soñarlo, puedes hacerlo realidad. Aquel medio millón de jóvenes vivieron la experiencia como un auténtico milagro. Un trozo de paraíso en mitad de una zona siniestrada. El paisaje después de la batalla: una batalla de paz y música. Se habían dado todos los condicionantes y los jóvenes habían respondido. ¿Sería posible un Woodstock 2.0 en la actualidad? ¿Se dan ahora esos condicionantes? Dejando a un lado el hecho de que en los 60 y en los 70 existía el convencimiento de que un disco podía cambiar el mundo y ahora casi ni existe el concepto de disco y dejando de lado que la música que se hacía entonces nada tiene que ver con la que se hace ahora, ¿los jóvenes de hoy en día se embarcarían en una locura (solidaria, reivindicativa, pacífica y altruista) como Woodstock? Hay guerras injustas por todo el mundo, hay incluso un genocidio que se nos está retransmitiendo casi en directo y los jóvenes posiblemente tengan un futuro más negro que el de aquellos hippies. No parece suficiente. Leo con desolación un estudio según el cual una gran parte de los jóvenes ya no creen en la democracia, ni en la solidaridad, ni en los ideales y mucho menos en los políticos, razón por la cual se dejan seducir por cantos de sirena populistas. El resultado, según ese estudio, es que muchos jóvenes aceptarían una dictadura si con ella resuelven su futuro. Sacrifican libertad e ideales por casa con jardín y móvil última generación. Siendo así, no les vas a pedir que monten una revolución político-sociológico-musical. Tampoco resulta fácil imaginar un Woodstock 2.0 con Harry Styles haciendo las veces de Hendrix, los BTS las de The Who o Shakira las de Janis Joplin. La industria musical de hoy en día va por otros derroteros. Como mucho, algunos estarían dispuestos a movilizarse para impedir que Israel participase en Eurovisión. Y ni eso.