Publicado en El Norte de Castilla el 6 de julio de 2024
Hubo un día en que fuimos los reyes del mambo. Un día en el que salieron de fiesta los dioses y el arco iris. Un día en el que descubrimos el verdadero antifaz de la inmortalidad. Un día, sólo un día, en el que nos sentamos en el trono de los elegidos. Uno lo recuerda con una sonrisa en la boca y con la insultante alegría de los años jóvenes. En la calle Divina Pastora estaba la cafetería Dakota. Allí había quedado con mis padres. Les había pedido que me dejaran el coche porque quería llevar a la niña de mis ojos a ver el partido del siglo. Jugaba el Valladolid la final de la Copa de la Liga contra el Atlético de Madrid y uno sospechaba que aquella podría ser una noche inolvidable. Recuerdo la escena sucedida el 30 de junio de 1984 como si hubiese tenido lugar ayer mismo. Di un beso a mi madre (que por entonces ya andaba con problemas de salud), cogí las llaves del viejo R-12 ranchera y me marché de la mano de la niña de mis ojos. Ya dentro del coche vimos a mis padres dirigirse a la parada del autobús situada en la Plaza Madrid mientras nosotros nos encaminábamos al Nuevo Estadio José Zorrilla envueltos en enredadora euforia y optimista cascabeleo. Cuando llegamos al estadio, aquello era una olla a presión. La gente estaba expectante y la niña de mis ojos alucinada con aquel espectáculo al que asistía por primera vez. La ocasión se presentaba propicia. En el partido de ida disputado en el campo del Atleti el resultado había sido de empate a cero. El Pucela llegaba a la final en gran forma y con la moral por las nubes. Tras un muy buen final de Liga había ido dejando en la cuneta a todos sus rivales en aquella nueva competición, eliminando al Zaragoza, al Sevilla y al Betis. El Atleti, tras deshacerse del Real Madrid y del Barcelona, partía como favorito, pero tras el buen resultado del partido de ida las espadas estaban en todo lo alto. En la ciudad se respiraba una desbordante ilusión por poder jugar en Europa (uno de los grandes alicientes, además de llevarse el ansiado trofeo, era el conseguir una plaza para disputar la Copa de la UEFA). Cuando saltaron los jugadores, el estadio casi se vino abajo. Los once gladiadores que iban a disputar aquella batalla de los mil demonios sabían que podían entrar en la historia de nuestro club. Allí estaban el mítico Fenoy (mi loco preferido de los locos habidos y por haber), Aracil, García Navajas, Gail, Richard, López, Jorge, un jovencísimo Eusebio, el gran capitán Pepe Moré y en la punta de lanza dos delanteros de leyenda, el Polilla Da Silva, recién proclamado Pichichi de la Liga, y el Pato Yáñez, uno de los mejores extremos del mundo. Una alineación que aquella noche nos aprendimos de memoria. En un ambiente insuperable, llegamos al final del partido con empate a cero. Nos íbamos a la prórroga y allí llegó el éxtasis. Una jugada electrizante de Pato Yáñez supuso el primer gol, antes de los tantos de Fortes y Minguela, que habían entrado de refresco. Después del pitido final, sólo recuerdo abrazos, locura, el Zorrilla transformado en un cuento de hadas, la sangre blanquivioleta rociando la noche, un aquelarre de bufandas pucelanas y un concierto de bocinas arañando la ciudad mientras bajábamos la cuesta del estadio. Una pasión, en fin, que difícilmente podrán comprender los que no estuvieron allí. Una pasión es una pasión. Lo decían en “El secreto de sus ojos”: un hombre puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios, pero hay una cosa que no puede cambiar, no puede cambiar de pasión. La única pasión irrenunciable es la del equipo de tu infancia. “Miro la foto con la Copa y me alegra la vida”, decía el otro día Moré. Eso nos pasa a muchos. Por cierto, ya sabemos que los reyes del mambo tocan canciones de amor, así que no está de más añadir que aquella niña de mis ojos sigue viniendo conmigo al Zorrilla cuarenta años después.