“El firmamento hasta entonces muy azul, se iba plateando. Plata sucia, truncada por ramalazos de brocha gorda empapada en carmesí”.
Craig Henderson hubiera podido pasar por sudamericano. Había incaicas ascendencias en sus negros ojos rasgados, que podían ser, según las circunstancias, crueles con frialdad, o apasionados sin ardor. Tenía un gran control de sus reflejos. Los había entrenado en varios años consecutivos de sobrevivir como detective de una agencia instalada en Nueva York y especializada en «casos perdidos». La agencia Kempton sólo daba el ingreso definitivo en nómina a los que, como Craig Henderson, parecían aunar dos contradicciones: la calmosa aceptación de una breve existencia, y el talento de prolongarla contra todo pronóstico.
Henderson parecía un turista rico, pero en realidad seguía el rastro de un asesino (Edgar Wilder, millonario de nacimiento, filósofo deportista por afición y, a ratos perdidos, estrangulador de mujeres), al que finalmente había dado caza. Sin embargo, en el viaje de vuelta en el avión, algo ocurrió. Lo siguiente que Craig Henderson recuerda es despertar en un hospital. El avión en el que viajaban se había estrellado. En él viajaban ocho pasajeros y cinco tripulantes (habían muerto los cinco tripulantes y uno de los pasajeros). El pasajero muerto había aparecido totalmente calcinado. Se suponía que era Wilder, pues estaba esposado. Y, sin embargo…
Henderson tiene que abandonar sus investigaciones puesto que le encargan un nuevo caso: entrar como topo en la cárcel de Sing-Sing y hacerse amigo de un convicto. A Félix Lambert sólo le han caído cinco años, pues es la última pieza de un oscuro asunto de trata de blancas. El plan es fugarse con Lambert y que él le lleve hasta sus jefes. Todo, sin embargo, vuelve a salir mal. Henderson se deprime y abandona la agencia Kempton (“Estoy decidido a tomarme un largo reposo, para recuperar facultades. Me iré a la montaña a reponerme física y moralmente. Son dos fracasos seguidos”). Lo que hace Henderson, sin embargo, es buscar a los supervivientes del accidente de avión: el reverendo Winchester, los Quimby (tío y sobrino), Juana Maldonado, Marta Karel y Dinah Arding. Pronto descubre que hay alguien interesado en suprimir a dos de ellos, sin duda porque algún día pueden irse de la lengua… También descubre que Lambert había proporcionado trabajo a Marta y a Dinah, contratándolas al doble de precio del acostumbrado. Los dos casos parecen relacionados y, por supuesto, Henderson olió sangre (“sus ojos le daban aspecto de un tártaro afilando el sable del tormento”), no tardando en descubrir la relación que unía a los Quimby con Lambert y que les había hecho ingeniar cinco asesinatos para fingir un accidente.
Nueva maravilla de Debrigode y nuevo juego al canto. “Rumbo a Sing-Sing” es el número 31 de la colección Detective (editorial Bruguera). Novela publicada en junio de 1953 bajo el nombre de Vic Peterson (título original “I go to Sing-Sing” y traducción de F.J.Robles). Lo dicho, un nuevo juego del gran Debrigode, que es el que está detrás de todo este maravilloso trampantojo. Todo en él sigue teniendo el aroma de los grandes maestros. Por cierto, uno se sigue sorprendiendo que una prosa tan cuidada, tan barroca, tan complicada a veces, pudiera tener cabida en este tipo de novelas de quiosco. Para que todavía haya alguien que se atreva a decir que los autores de bolsilibros dejaban mucho que desear en su estilo literario. Esa gente todavía no ha leído a Debrigode. Ellos se lo pierden.