Publicado en El Norte de Castilla el 15 de marzo de 2013
Carlos Edmundo de Ory sostenía que la física nuclear no nos sirve para comprender por qué lloramos por amor. Y Neruda proclamaba aquello de “es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Los poetas llevan toda la eternidad intentando comprender esa cosita llamada amor. Y algo que es peor: la masoquista querencia de engancharnos a amores imposibles. La historia está llena de episodios que convierten a Romeo y Julieta en dos consumidores más de una droga universal que a todos nos ha envenenado en algún momento de nuestras vidas. Para Proust ni siquiera es una droga. Es algo peor: una enfermedad inevitable, dolorosa y fortuita. No sabemos cómo llega. No sabemos cómo se va. No sabemos cómo llegar a ella. No sabemos cómo desprendernos de ella. Para algunos es el único paraíso del que no podemos ser expulsados. La señora Oswald es una de esas personas. Durante mucho tiempo su rutina diaria consistió en ir al metro londinense, sentarse en un banco y escuchar la voz de su marido, que era la que sonaba por los altavoces de las estaciones del famoso Tube. Al fallecer Laurence Oswald, su viuda se dejó atrapar por el sentimiento maravilloso e irracional de acudir al metro todos los días, cerrar los ojos e imaginar que su marido regresaba para estar junto a ella. Desgraciadamente, un día la inserción de sistemas telemáticos acabó por silenciar aquella voz. Fue entonces cuando la viuda se dirigió a las autoridades del Metro para que le consiguieran una grabación de la voz del difunto señor Oswald. En el metro de Londres han hecho algo mejor: han decidido resucitar aquella voz y ahora vuelve a escucharse en algunas estaciones. A veces sólo nos queda eso: el recuerdo. Una voz, un gesto, una risa, un perfume. Nos agarramos a ello. Tal vez porque el primer suspiro de amor es el último de la razón o porque sólo conoce el amor quien ama sin esperanza. Por ello Mrs. Oswald sigue viviendo en ese amor incondicional e imposible de una voz metálica en las galerías del Tube. Es la insoportable gravedad del recuerdo. El recuerdo nos mata y nos da vida. O sea.