“Le dije que el pasado era un espejo roto al que ya nunca debería mirar. Hice lo que pude por ella. Salvé su cuerpo. El alma era cosa suya. Le ofrecí una casita en la isla de Mesen. Eso y vivir en paz y tranquilidad el resto de su vida. Sin trabajos, sin horarios, sin jefes, sin humillaciones.
– Allí están los ángeles que pueden salvar tu alma –le susurró al oído el Señor Zaire.
– Deja tus sueños fuera de sus jaulas –apostillé.
– No tengo miedo de deshacerme de mi piel. Sólo quiero vivir en paz con mi hija.
Su respuesta me reconfortó”.
El Murciélago y el Infierno (pag. 20), amazon.com