Publicado en El Norte de Castilla el 6 de septiembre de 2007
Se acaba el verano que nunca existió y nos dicen que ya no leeremos más sus columnas. Los becarios aficionados que crecimos con su vocabulario de porcelana y garfios de plata volvemos a sentirnos desnudos y los que comenzamos a amar Valladolid al vernos reflejados en sus crónicas stendhalianas de la pequeña ciudad plateresca volvemos a sentirnos huérfanos de adjetivos. Nos dicen que Francisco Umbral ha muerto. Que lo ha hecho en silencio, de contrabando, pasando desapercibido, incluso eclipsado por la muerte de un joven futbolista. Aun así, obituarios y artículos han echado fuego durante los últimos días. Nos han vuelto a hablar del trasgresor de todos los géneros, del hombre amortajado en tinta, del provocador dandi con gafas, larga melena y bufanda al viento, del forjador de la prosa más lírica y canalla del siglo XX, del prestidigitador de la palabra, del espadachín de verbo punzante y adjetivos asesinos. Umbral fue todo eso y mucho más. Fue el que me enseñó que la literatura está detrás de todas las mujeres que nos salvan (y también de las que nos llevan a la perdición). Fue el hijo de Valle-Inclán y Greta Garbo. Fue el tipo al que se le aparecían las metáforas como vírgenes. Fue la dacha de Majadahonda, el Chivas con optalidón y el Café Gijón. Fue el escritor que pagó el precio más alto por escribir su obra maestra (“un libro no vale un hijo”, decía al recordar “Mortal y rosa”). Y fue, al menos para mí, el escritor de la espada de estaño de la Esgueva, el juglar que cantó a las mañanas de plata y niebla de Valladolid, el que vistió su mejor literatura con la arqueología de su infancia y adolescencia a orillas del Pisuerga. El botones de un banco envenenado por el láudano baudelairiano y la magdalena de Proust. El recuerdo constante de la madre obligada a tener a su hijo fuera de Valladolid para evitar a los calumniadores y chismosos. El recuerdo de la madre que tuvo que ocultar su condición y convertirse en la tía May. El recuerdo de la muerte de la tía/madre y del descubrimiento de la verdad. Todos esos recuerdos y la neblina del Pisuerga constituyen la atmósfera de sus mejores novelas. Por ejemplo, “Los cuadernos de Luis Vives”, flordelisada por completo de sus recuerdos de adolescencia en Valladolid, de la presencia-ausencia de la madre y de un tiempo donde todavía existía el “ballestazo largo del amor en el pecho enfermo, lírico y sobredorado de tabacos”. Novelas donde descubrí el templo de la adolescencia de Umbral, las chicas penagos vestidas de parisinas en los cafés de Valladolid, la frustrada catedral, (“grandiosa como una tumba de gigantes y fría como las bodegas de Dios”) y la luna derramándose todas las noches en cascada sobre el gótico/plateresco de San Pablo. También, claro, el romance de Paco con “El Norte de Castilla”, el gran periódico de “letras góticas, muy negras, sobre gran fondo blanco, una catedral del periodismo”. Por eso, de la misma forma que él umbralizó todo y defendió la tesis homicida y caníbal de que “sólo robando de otro se aprende a escribir”, ya solo nos queda poner en el salón de nuestra casa una estatua de Umbral tosiendo metáforas, umbralizar el mundo con un whisky sin hielo (que queda más umbral), vivir eternamente rastreando adjetivos y morir umbralizado. Todo se reduce a lo mismo: living umbral en plenitud. O sea.