Publicado en El Norte de Castilla el 30 de noviembre de 2015
Cada año la Seminci se transforma en un pellizco de nostalgia que nos viene a recordar en los octubres lluviosos de estrellas holgazanas que nuestra amada Semana de Cine es un certamen abierto al mundo que guarda entre las comisuras de sus labios rojos la historia mínima, necesaria y sentimental de todos los pucelanos. Una exposición magnífica complementada con un imprescindible libro escrito por César Combarros viene este año a alimentar el fuego de la saudade. Entrar en el Museo de la Pasión, caminar por la alfombra roja, sentarse en los labios icónicos de la Seminci y dejar volar la imaginación en un impagable viaje por la memoria visual de los 60 primeros años de vida de nuestro festival. Inmensos cartelones en la Plaza Zorrilla anunciando películas malditas y benditas, míticas y prohibidas. Los cines Avenida, Coca y Rex en llamas. Amarcord estrenándose en Pucela antes que en Cannes. Almodóvar presentándonos a sus chicas Pepi, Luci y Boom. Ariadna Gil vertiendo lágrimas negras en el escenario. Woody Allen cambiando un clarinete por una Espiga de Oro. La hermosísima Julie Christie, de la que uno siempre estuvo enamorado, asomada al balcón de nuestros sueños. La resurrección de El Gran Dictador. Samuel Fuller fumando un puro en el Aula Triste. Ciudadano Kane estrenándose en España. Stanley Donen bailando sobre la tarima del Calderón. Las partidas de mus en el Olid Meliá con Resines y Manuel Aleixandre. Las interminables colas alrededor del Carrión para conseguir una entrada de La Naranja Mecánica. Mickey Rourke apuntándonos con una pistola mientras corre por el sur de Manhattan. Sofia Loren tras las huellas de El Cid 45 años después. Brad Pitt besando a alguna vallisoletana que no se llamaba ni Thelma ni Louise. La gran Concha Velasco que tan alta vida espera que muere porque no muere, Patricia Adriani que me mira de pasada cualquier día en la puerta del teatro Calderón o Javier Bardem sentado a mi lado en las bambalinas del Calderón antes de salir a escena. Y, en fin, decenas de fotos, trozos de papel, alquimia pura, en las que uno teme verse con veinte o treinta años menos.