Publicado en El Norte de Castilla el 7 de abril de 2017
Pablo Picasso estaba agachado en un rincón de su estudio de la parisina rue des Grands-Augustins. Retocaba la figura de una mujer de perfil imposible cuando sintió a sus espaldas la barahúnda de botas militares y voces altaneras. Les aguardaba. Sabía que iban a venir. Le habían avisado de que Otto Abetz, embajador del Reich en la Francia ocupada, se iba a acercar a visitar su taller. Picasso no podía negarse. Era de los pocos pintores que no habían salido huyendo de la Francia invadida por los nazis. Sus cuadros formaban parte de las listas prohibidas pero su fama era ya tan grande que, incluso, le respetaban. Algo que él no tenía pensado hacer con ellos. Ni siquiera volvió la cabeza cuando el embajador nazi entró rodeado de esbirros con uniformes negros. Otto Abetz paseó por el estudio y contempló algunos lienzos hasta que sus ojos se fijaron en una gran fotografía del Guernica, el cuadro encargado por el gobierno de la República para la Exposición de 1937. La observó durante unos largos segundos y pensó en cómo le agradaría llevar al tal Picasso, tan famoso y considerado en ciertos círculos, a algún cercano campo de concentración. Finalmente, impactado por aquella foto, preguntó con una mezcla de repugnancia y desprecio: “¿Hizo usted esto, monsieur Picasso?”. El pintor miró con orgullo al nazi y, de repente, sintió que millones de imágenes chocaban en su mente. El primer bombardeo desde el aire sobre una ciudad indefensa. Los campos ensangrentados de España convertidos ya en campos ensangrentados en toda Europa. Los 35 días de creación febril levantándose por la noche a pintar, iluminado sólo por velas y por los focos que había dejado Dora Maar. La superposición de fragmentos, bocas, lámparas, cabezas. La multiplicidad de puntos de vista. El blanco y negro universal y eterno como el dolor. Personas y animales huyendo, aullando. La palma de la mano con sus líneas donde se esconde el destino, el destino de un país roto por la guerra. El hocico de la cabeza del caballo transfigurado en calavera. El sol podrido sustituido por un quinqué y una bombilla. La madre con el niño muerto en brazos. Gritos de niños, de mujeres, gritos de pájaros, gritos de flores. De aquel horror le sacó el nazi cuando volvió a preguntar: “¿Hizo usted esto?”. “No, eso (contestó Picasso señalando con rabia contenida la foto) lo hicieron ustedes”.