¡Qué gran invento el DVD! Voy por la tercera temporada de “Doctor en Alaska” y es como si estuviera montado en una nostálgica e irrepetible montaña rusa de sensaciones y recuerdos. Una serie de culto maltratada por los programadores de TVE que narraba las peripecias de Joel Fleischman, joven doctor neoyorkino, judio, hipocondriaco, neurótico y urbanita hasta la médula (un homenaje clarísimo a la figura de Woody Allen) que es destinado a Cicely, remoto y estrafalario pueblo de Alaska. El éxito de “Doctor en Alaska” se basaba en el contraste diario entre la visión snob, científica y racional de Joel y el mundo irracional y agreste de los peculiares y excéntricos habitantes de Cicely, todos ellos más raros que un perro verde, capaces de mezclar en sus conversaciones a Schopenhauer con la pesca del salmón. Seis temporadas y más de cien capítulos de amor, amistad, filosofía, diversión, magia costumbrista, humor inteligente, comedia romántica y un entrañable surrealismo sin parangón en ninguna otra serie de la historia. Ver algún capítulo de “Doctor en Alaska” de vez en cuando es, para mí, como una droga. Cicely, de hecho, se ha convertido en el pueblo en el que pasé todos los veranos de mi infancia y adolescencia. Conozco pocas medicinas mejores para el alma que esta serie. Y, últimamente, necesito muchas de esas medicinas y drogas. Ah, la saudade.