La tradición de leer una novela de Julio Verne al año ha recaído en esta ocasión en “Dueño del mundo”, la segunda parte de uno de sus títulos más conocidos, “Robur, el conquistador”. Una novela que apareció como folletín en el Magasin d’Education et de Récréation en 1904 y que ese mismo año fue publicado en forma de libro, apenas unos meses antes de la muerte del genio de Nantes. La historia comienza en Carolina del Norte. Allí, en el monte Great-Eyry tienen lugar extraños sucesos, como ruidos desconocidos o un incendio en su cumbre, lo que hace sospechar que el monte pueda ser en realidad un volcán. Para resolver el misterio acude al lugar el inspector John Strock quien tras diversas peripecias intenta ascender al monte, algo que finalmente no consigue. De vuelta a Washington, le espera otra misión igual de extraña. En esta ocasión se trata de un misterioso y extremadamente veloz vehículo que ha sido visto en diferentes puntos del país. Poco después será un barco con una potencia y velocidad desconocida el que es avistado en diferentes lugares antes de que sea un submarino localizado en un lago encerrado entre montañas el que asombre a todos los que consiguen verlo. Strock sospecha que el mismo inventor tiene que estar detrás de los tres artefactos. Tras varios intentos, Strock localiza el aparato y consigue ser secuestrado por sus tripulantes. Es entonces cuando le llevan a su escondrijo (que no es otro que el inaccesible monte Great-Eyry) y allí conoce al inventor de tal maravilla, a la que ha bautizado como “El Espanto”, que combina las capacidades de un automóvil, un barco, un submarino y un avión desarrollando en cualquier medio una velocidad vertiginosa. Se trata, nada más y nada menos, que del ingeniero estadounidense Robur, el mismo que apareció casi veinte años antes en una de las reuniones del “Weldon Institute” de Filadelfia (en la novela “Robur el conquistador”).
“Dueño del mundo” pertenece al período último de la producción de Verne, una época pesimista y oscura, en la que el autor estaba desencantado con los avances científicos de la humanidad y con todas las esperanzas que había puesto en ellos. Todo ello, ese espíritu negativo, se refleja a la perfección en la novela. Ahora Robur aparece como un inventor excéntrico, déspota, desesperanzado y con una buena dosis de locura, la suficiente para intentar dominar el mundo con su fabuloso invento. Por cierto, “Dueño del mundo” está fuertemente vinculada a su predecesora pero también existen unos evidentes vasos comunicantes con “Veinte mil leguas de viaje submarino”, aunque evidentemente ni El Espanto es el Nautilus ni, por supuesto, Robur es el capitán Nemo. Lejos de la genialidad de “Veinte mil leguas de viaje submarino”, pero igualmente entretenida, adictiva y agradable de leer. Otra maravilla más de Julio Verne.