Publicado en El Norte de Castilla el 10 de enero de 2008
Todos los años, a principios de enero, cumplo con un extraño e ineludible ritual consistente en volver a ver ‘Con la muerte en los talones’, algo que recomiendo a todo el mundo. Apuesto a que es una de las mejores formas de empezar el año. Eso sí, hay que verla en versión original para no escandalizarse y cabrearse por culpa de la apestosa censura que mutiló casi cuatro minutos de la cinta original. Cuando Cary Grant y Eva Marie Saint se quedan solos en el compartimento del tren y comienzan un excitante juego de seducción aderezado con diálogos ingeniosísimos, los señores de la tijera decidieron cortar por lo sano. Lo peor es que toda la escena, recuperada en el DVD, es doblada con voces distintas a las de los dobladores originales. Aberración sobre aberración, aunque lo que queda por encima de todo es el recuerdo de una época bochornosa en la que un país entero tuvo que someterse a la actuación de un buen puñado de funcionarios de las ruinas (sacerdotes y militares en su mayoría) encargados de velar por la moral y las buenas costumbres. Al respecto, un documental sobre la censura en el cine titulado ‘Expediente 121’ debería de ser de obligada visión. En él nos enteramos de las actividades de aquellos censores capaces de prohibir la proyección de decenas de películas, desde los clásicos soviéticos a ‘El último tango en París’, ‘Viridiana’, ‘La dolce vita’ o ‘El gran dictador’. La historia ya la sabemos. Lo que la mayoría desconoce es que nadie se libró de la mente enferma de aquellos tipos. Los censores veían pecado en todo y todo lo prohibían. Les ponías un escote y su imaginación calenturienta hacía el resto. Se prohibía cualquier referencia a la Guerra Civil, al genocidio nazi, al adulterio, a las relaciones fuera del matrimonio; se prohibían los besos, las faldas cortas, los biquinis, los cruces de piernas y, por supuesto, cualquier opinión política y religiosa que se desviara de las consignas dadas por aquel enano dictador de voz aflautada que, eso sí, tenía en el Pardo a su proyeccionista particular para ver todas las películas que quisiera. Los señores de la tijera, un hatajo de reprimidos que no eran otra cosa que el brazo ejecutor de un mando siniestro, descubrieron escenas peligrosas en ‘La chicas de la Cruz Roja’, en ‘La isla del tesoro’, en ‘La túnica sagrada’, en ‘El Cid’ y hasta en las de Joselito y las de Paco Martínez Soria. Nadie se libraba. ¡Ni siquiera ‘Sor Citroen’! A Tarzán le censuraron los besos con Jane y el taparrabos en el cartel (con la mona Chita no se atrevieron). ‘Con faldas y a lo loco’ fue prohibida en todo el territorio nacional, «aunque sólo sea por subsistir la veda de maricones», según palabras del censor. En ‘El verdugo’, mientras Franco fusilaba y daba garrote vil, se censuró el sonido de la muerte y más de cuatro minutos de película. En fin, eran tan torpes y enfermos que en ‘Mogambo’, con el fin de evitar un adulterio, acabaron sugiriendo una relación incestuosa. El 11 de noviembre de 1977, hace apenas treinta años, la censura desapareció. Ahora existe otra censura (la que impone grandes grupos económicos e ideológicos a la hora de decidir lo que se tiene que ver y lo que se debe silenciar), sin embargo aquellos patéticos extremos de los censores franquistas han quedado definitivamente atrás. Que ninguna mente enferma nos prive nunca más de ver la escena de seducción de Cary Grant a Eva Marie Saint en el Expreso Siglo XX.