Lo que ocurre en el mundo del deporte cada vez da más qué pensar. Y es muy triste. Sabemos que la esencia del deporte habla de sacrificio, esfuerzo y espíritu de superación. También sabemos que existen pocos acontecimientos que unan a la gente tanto como el deporte. Conscientes de ese poder, políticos, comerciantes, buitres y demás fenicios han puesto sus zarpas sobre él. Lo que sucede a su alrededor lo va matando lentamente: gente que va a los campos de juego a desfogarse, bastardos intereses económicos de las televisiones que deciden lo que debe verse o no, insaciables empresarios que ven en algunos deportes el maná del tío Gilito o políticos indecentes que utilizan a los deportistas para conseguir votos en base a patriotismos trasnochados. De todo ello hay en la viña del barón de Coubertin. En los últimos días hemos pasado, por ejemplo, de la agresión salvaje sufrida por el portero del Athletic al lamentable espectáculo de los Indar Gorri, los ultras del Osasuna, a los que no se les ocurrió otra cosa el pasado domingo en Zorrilla que comenzar a gritar «españoles, hijos de puta» mientras se guardaba un minuto de silencio por un dirigente de la Federación. Lo triste es que la forma de responder a unos descerebrados provocadores tampoco fue muy edificante. Vamos que lo de insultar a todos los osasunistas o cantar el ‘Viva España’ a pleno pulmón no parece muy de recibo, sobre todo porque a uno le gustaría que la misma fuerza que gastó la gente en recordar a Manolo Escobar la hubiese empleado en animar al equipo. Pero de eso no quiero hablar. Hoy vuelvo a recordar, a reivindicar y a indignarme con lo que pasa en el ciclismo, deporte épico por excelencia que unos cuantos miserables han decidido cargarse. La última de las indignidades ha consistido en obligar al ciclista belga Kevin Van Impe a pasar un control antidoping mientras incineraba a su hijo muerto. El miércoles, cuando el corredor tramitaba el funeral del niño, se presentaron en su casa inspectores de la agencia flamenca antidopaje urgiéndole a un control de orina. Van Impe les pidió un aplazamiento pero, ante su negativa, no tuvo más opción que someterse a las pruebas ya que se arriesgaba a una suspensión de dos años. A Pedro Horrillo, con su niño enfermo en brazos, le pasó algo parecido. Otro corredor tuvo que abandonar el entierro de su abuelo para ir a pasar el obligado control. A muchos corredores los vampiros les esperan en las cunetas mientras entrenan. Situaciones absurdas y abusivas. Miserias de un deporte apestado, sometido, deshumanizado y sin orgullo. Ciclistas convertidos en esclavos que ven violada su intimidad, mancillada su dignidad y a los que se priva del derecho a la presunción de inocencia. Por ello están obligados a comunicar con tres meses de antelación el lugar donde se encontrarán para pasar los preceptivos controles antidopaje por sorpresa. Si no justifican tres ausencias (aunque estén en el cine con el móvil desconectado), son castigados como si hubieran dado positivo, enfrentándose a dos años de sanción. Por si todo ello fuera poco, este año todos los ciclistas están controlados con el denominado pasaporte biológico, una tarjeta donde quedan registrados sus niveles sanguíneos y urinarios. En ningún otro deporte sucede algo parecido. Bueno, hay que admitir, eso sí, que cuando Guti se da las mechas también tiene su peligro.