Publicado el 29 de julio de 2021

Hay que empezar a odiar el amor al odio. El odio es adictivo. Odiar es fácil. La escuela del odio tiene cada vez más alumnos. Y también unos maestros bien conocidos que la alimentan y que están provocando que la convivencia sea más y más complicada. La estrategia es difundir el odio. Sembrar el odio en las redes. Los ataques a inmigrantes y homosexuales se alientan sin rubor y se blanquean desde diferentes púlpitos. Ya hasta un atleta se queja de perder su récord a manos de un corredor cuyos apellidos no son castellanos. Las feministas ahora son feminazis y, si defiendes la educación y sanidad públicas, te pueden acusar de comunista radical. Desde el partido innombrable se señala, en plan matón, al presidente del grupo editor de El Jueves. Una táctica nazi. Trumpismo en estado puro. Política de silbato para perros. Calentar la sartén cada vez más. Decir que el gobierno es ilegítimo. Justificar el golpe de estado franquista. No se paran ante nada. Alimentan el odio, infunden miedo y cuentan mentiras. Con eso les basta. Por ahora. Se recuerda estos días el aniversario de la masacre de Utoya. Un chalado corroído por las consignas de la extrema derecha asesinó a 76 personas. Ahora, diez años después, se arrepienten en Noruega de no haberle dado importancia al auge de la extrema derecha. Nunca más al delirio del odio, dicen. Pero admiten que no han aprendido nada del peligro. Que las posturas extremistas están creciendo y fortaleciéndose. Es muy grave lo que está sucediendo. Al monstruo lo estamos alimentando y, como dice Costa-Gavras, los bárbaros están volviendo.