No cabe calificarlo de otra manera. Los que entienden algo del fútbol hiper-mega-profesionalizado que se lleva hoy en día lo saben. Fue un milagro que el año pasado el Pucela subiera a primera con la plantilla que tenía y fue un milagro, además, que lo hiciese pulverizando todas las marcas y registros. La recompensa a aquella hazaña consistió en afrontar la primera división con el presupuesto más bajo de la categoría. Aun así, el milagro ha vuelto a repetirse. Ha sido un milagro que, cada domingo, David se comiese a Goliat. Ha sido un milagro que no acabase como el Levante. Ha sido un milagro, en fin, que haya salvado la categoría. Quien no lo quiera ver así es porque vive en otro mundo y porque le ciegan falsas ambiciones: las del forofo ocasional, las del listillo de barra de bar, las del quisquilloso vocacional. Lo que algunos pedían era cómo exigir a Alonso que ganase el Mundial de Fórmula 1 con un Seat Panda. Es cierto que la mayoría de la afición y de la prensa ha estado con el equipo y con el entrenador, reconociendo que sólo el trabajo, la humildad y el sufrimiento podía salvar al Valladolid de regresar al infierno. Pero también es cierto que muchos, cuando los resultados no acompañaron, soltaron sapos y culebras y algunos jugadores pasaron a convertirse en el centro de sus iras, la mayoría de las veces de manera completamente injusta. En última instancia, Mendilíbar pasó a ser un pinche testarudo lleno de filias y fobias, un entrenador que «no valía para primera», un tipo obsesionado con un sistema que nos iba a condenar. Muchos entraron al trapo y jugaron a ser entrenadores. La mediática derrota del 7-0 en el Bernabéu provocó una desestabilización que estuvo a punto de costar muy caro. El equipo, durante unas semanas, dejó de ser fiel a su sistema y a sus ideas. La duda recorrió la cerviz de los profesionales. Pusieron zancadillas al milagro dominical. Fue un espejismo, es cierto. Hay que decir que la inmensa mayoría era plenamente consciente de que el Valladolid era el equipo más pobre, el más modesto, el de menos recursos. Un equipo que se sostenía por la unión del vestuario, la profesionalidad de sus jugadores y la famosa mendilina. El Pucela volvió a dar la cara, a presionar y a ahogar al rival. El espíritu del equipo retornó como el ave fénix y se dio un baño de dignidad y valentía en Huelva cuando lo más sencillo habría sido especular con el resultado. Todos respiramos y asistimos a un nuevo milagro. Creo que lo sabemos. También sabemos que aquello con lo que hace un año soñamos (la posibilidad de que Mendilibar se transformase en el Ferguson del Pisuerga, de que se confiase, al más puro estilo inglés, en un técnico a largo plazo) es algo completamente imposible en este país. Seguiremos agarrados a la mendilina mientras haya resultados. Y, cuando no los haya, recurriremos al Vázquez o al Marcos de turno. Uno sueña con muchas cosas pero sabe que es imposible. Como sabe que es imposible que los buques insignia de este milagro permanezcan en Valladolid. Los dueños del club están locos por venderlos. Esa es la sensación, al menos, que transmiten al aficionado. Caminero tendrá que hacer un equipo con cuatro euros y nosotros volveremos a soñar con un milagro mientras otros sólo sueñan con el Arena. Hasta que llegue ese momento, que nos quiten lo bailao.