Publicado en El Norte de Castilla el 5 de junio de 2008.
Rand era una chica iraquí de 17 años que estudiaba inglés en la Universidad de Basora mientras ayudaba como voluntaria a las familias desplazadas. En el infierno de su país conoció a Paul, un soldado británico de 22 años. Los jóvenes se enamoraron. En territorio hostil y en mitad de la guerra, se vieron durante cuatro semanas, aunque el romance no pasó de las conversaciones. Un día, el padre de la chica se enteró de que su hija había sido vista en público con el soldado, «con el enemigo, con el invasor, con el cristiano». Fue demasiado para su podrido y fanático cerebro: Rand había deshonrado a la familia. Ayudado por sus dos hijos varones, la ahogó aplastándole el cuello con los pies. Sus tíos se limitaron a escupir sobre el cadáver. El funeral se llevó a cabo sin el tradicional duelo al ser considerada la joven impura. El matarife declaró a las autoridades que le detuvieron que su hija se merecía la muerte y que sólo se arrepentía de no haberla matado al nacer. Allí todos parecieron comprenderle: los agentes le liberaron a las dos horas y le dieron la enhorabuena por lo que había hecho. Incluso un político local le dio dinero para que se marchase unos días a Jordania mientras la historia se olvidaba. Morir por amor en pleno siglo XXI. Romeo y Julieta con las cámaras de la CNN, carros de combate T-72, desesperación y ‘hiyab’. Los asesinatos y suicidios de mujeres musulmanas ‘por honor’ se desbordan en todos los puntos del planeta, no sólo en el infierno iraquí. De hecho, las policías europeas están alertas ante el incremento de este tipo de asesinatos de mujeres jóvenes entre las comunidades musulmanas residentes en el continente. Los delatores aguardan con los cuchillos en la boca y, ahora, los teléfonos móviles se han convertido en la peor pesadilla de estas mujeres. Noticias sobre estos hechos son asquerosamente habituales. Es muy triste pensar en una religión que castiga con la muerte el amor. No hay que generalizar pero resulta imposible desligar el factor religioso cuando la religión es la coartada para el crimen. En Occidente tampoco nos quedamos atrás. No vamos a hablar ahora de los crímenes que en nombre de la religión se han cometido. Tampoco hay que olvidarse de las esclavas sexuales encerradas en los prostíbulos de Europa adonde acude gente trajeada y muy honorable. Ni de las mujeres que mueren víctimas de sus maridos y de sus novios. Es distinto, claro. Al menos aquí se encierra a los monstruos y no se aplauden sus execrables crímenes. Sin embargo, no está de más mirarnos de vez en cuando en el espejo. La civilizada Europa también está llena de parricidas, violadores de hijas, asesinos de esposas. Los monstruos están por todos los lados. Quizá muy cerca de nosotros. La historia de Joseph Fritzl es bien conocida: un depravado que engendró seis niños con su propia hija Elisabeth, además de un séptimo que murió al poco de nacer y cuyo cadáver quemó en la caldera de la calefacción. El monstruo de Amstetten ocultó concienzudamente sus crímenes y, durante 24 años, llevó una doble vida: una existencia normal cara al exterior, mientras en el sótano violaba regularmente a Elisabeth y mantenía encerrados a los demás. Su única defensa ha resultado insultantemente obscena: «No soy un monstruo. Podría haberlos matado a todos». En Argentina ha aparecido un caso similar. Monstruos, sociedad anónima, sociedad limitada, sociedad podrida. Da lo mismo. Están a nuestro lado. Mucho más cerca de lo que pensamos.