El verbo leer no soporta el imperativo. Lo ha dicho Pennac. Es una manía como otra cualquiera que le emparenta directamente con verbos como amar o soñar. Y al igual que no nos es lícito imponer amores o sueños resulta como poco temerario obligar a nadie a leer. Preceptos y ordenanzas nunca han casado con la literatura, las leyes jamás entendieron nada de amor y los pomposos y etiquetados reglamentos no saben conjugar el verbo soñar. Algo que sí ha sabido hacer el verano, con sus crepúsculos tango ad-lib, con sus anaranjadas sombras que no dejan de hilar zafiros y con los perros de la luz ladrando a la luna. Por todo ello el verano mantiene, desde hace tiempo, una soñada historia de amor con los libros. No es inteligente imponer la lectura. Eso ya es conocido. Lo que resulta apasionante es enseñar el camino que lleva hasta el tesoro. Si un día tenéis el entusiasmo y el valor de seguir ese camino, si un día saltáis por fin al otro lado del espejo, descubriréis un mundo fascinante como jamás habríais imaginado. Sólo hay que dar un paso para acceder a ese mágico mundo. Allí nos encontraríamos con el capitán Nemo viajando por Macondo junto a Lord Byron, a Valle-Inclán retando a un duelo al agrimensor K. y al cocodrilo que se ha comido el brazo de un pirata y no deja de perseguirle para comerle el otro. El doctor Jekyll haría juegos de manos con la Maga en París, el conde de Montecristo desayunaría la magdalena de Proust y Georges Perec nos regalaría las instrucciones de uso de la vida. Zazie seguiría escondida en el metro, Cervantes y Dorian Gray jugarían a las cartas mientras yo te iría a buscar a tu casa subido en el Nautilus. Don Quijote y Madame Bovary bailarían junto a Peter Pan y Moby Dick, Morel enseñaría su último invento a Julio Verne y tú me regalarías “El cuarteto de Alejandría”. Gandalf y Stevenson fumarían una pipa junto al fuego, Ivanhoe ayudaría a levantar barricadas a Martín Romaña y Borges viajaría al interior de la noche junto al cuervo de Edgar Allan Poe. Todos los días encontraríamos el tesoro perdido. Y sería muy fácil. No tardaríamos en descubrir que está escondido dentro de un libro. Entonces comprenderíamos toda la vida en una décima de segundo y algunas enseñanzas se marcarían a fuego en nuestro corazón. La moraleja se antoja sencilla y excitante a partes iguales. Un libro es el balcón donde se mecen las azules campanillas de Bécquer, un libro es el polvo enamorado de Quevedo, un libro es la inmensidad y la magia del desierto donde tú estás desnuda bajo el cielo protector. La lectura es el viaje de los que han perdido el tren, es la orgía perpetua que salvaguarda la memoria de Sherlock Holmes, la lectura, en fin, es locura, fiesta, emoción y saber. Literatura es la serpiente boa comiéndose a un elefante aunque tú sólo veas un sombrero. Literatura es rojo y negro transformándose en rojo sobre negro, en tus labios dentro de la noche. Literatura es, por supuesto, la resurrección de Francisco Pino contra tu pubis, contra tus senos, yo corriendo como un ratoncillo, como un onagro al galope y tus manos paseándose como hormiguitas por mi cara. Y, claro, literatura eres tú.