Tiene 55 años y el cáncer ha dejado evidentes huellas en su cuerpo. Ahora gasta mirada triste y una extrema delgadez. Lejos queda el Chris Rea que unos avispados productores intentaron convertir en un cantante pop de canciones ligeras, vídeos horteras y cabello teñido. Sus primeros discos, a pesar del típico mangoneo de la casa discográfica, acogen unas cuantas pepitas de oro, pero fue tras el éxito de “On the beach” cuando Chris Rea tomó los mandos de su carrera. Grandes discográficas le pusieron Eldorado a la puerta de su casa, pero él prefirió encerrarse en una pequeña compañía que le ofreció libertad absoluta para hacer lo que le viniera en gana. Sacrificó dinero por libertad y el resultado fue la publicación de una decena de discos grandiosos que pasaron casi desapercibidos. Discos atravesados por una música triste, melancólica, íntima, tierna y agridulce, sazonados con la extraña y genial forma de tocar la guitarra de Chris Rea y agujereados por su voz metálica, arenosa y cálida a la vez. En todos ellos encontramos ecos de Springsteen, de Cohen, de Clapton, de Waits, de Van Morrison, aunque Chris Rea va mucho más lejos. En sus canciones las guitarras se rebelan como winchesters de seis cuerdas y se transforman en noches solitarias mojadas en alcohol. En todas ellas se mezclan rostros golpeados por el neón que hacen el amor con Carole King, hoteles de carretera, medianoches azules, calles vacías en ciudades vacías, ríos de acero, lágrimas en la almohada, ángeles besando a la luna, jinetes solitarios, mañanas tristes bajo la lluvia y palacios llenos de guitarras. Hizo célebres a sus hijas dedicándoles dos de sus canciones más hermosas (“Josephine” y “Julia”), comenzó a coleccionar ferraris y guitarras Fender, abrió un restaurante para dar salida a otra de sus grandes pasiones y participó en varios proyectos cinematográficos. Sin embargo, su gran Armageddon personal estaba a punto de llegar. En el 2002 le detectan un gravísimo cáncer y, tras una operación de 16 horas, le extirpan el páncreas y el duodeno, un tercio del estómago y algunos conductos con el hígado (sólo 27 personas en el mundo han sobrevivido a una operación como ésa). Antes de entrar en el quirófano escucha a una enfermera hablar de él como “el autor de la famosa On the beach”. Chris Rea se duerme pensando que ese no es el recuerdo que quiere dejar, que esa enfermera no conoce su amor profundo por el blues. En la posterior convalecencia comienza a pintar como un desesperado y a componer canciones con su eterna slide. El Mississippi que siempre corrió por sus venas acaba triunfando aunque las carroñeras discográficas, oliendo su muerte y el negocio que se esconde tras ella, le ofrecen el oro y el moro por hacer un disco de duetos con músicos famosos. Chris Rea prefiere fundar una compañía propia y publica, en tres años, dos discos instrumentales maravillosos, un disco doble (“Stony Road”) y “The blue jukebox”, un íntimo ejercicio de blues tintado de jazz y swing nocturno, heredero directo del mítico Kind of blue de Miles Davis (el Times hizo una crítica muy elogiosa que comenzaba: “el guitarrista y cantante de blues Chris Rea….”; recortó la reseña, se la mostró a su mujer y le dijo: “Esto es por lo que llevo peleando casi treinta años”). Sin embargo, lo mejor estaba por llegar. Como despedida de la música, Chris Rea ha sacado fuerzas de flaqueza y ha editado una monumental obra formada por un dvd y 11 cedés con 137 nuevas canciones y más de 50 cuadros pintados por él mismo. Chris Rea lo llama “ear book”, un libro para los oídos y explica, con la sabiduría de un hombre que ha bailado con la muerte, que fue muy simple: “Entre el tercer café y la ducha siempre hay una canción, cada mañana”. Sin duda, Chris Rea nos ha regalado el mayor monumento de los últimos tiempos, la nueva Capilla Sixtina del jazz blues, un viaje musical inolvidable en el que todos los discos están atravesados por su particular poesía, por el magistral dominio de la slide, por su voz metálica y por la nostalgia y elegancia típicas de este Camarón del Mississippi. Se trata, sin duda, del mejor regalo del mundo. Yo ya lo he regalado aunque, seguramente, jamás llegue a su destino.