Publicado en El Norte de Castilla el 18 de diciembre de 2008
Eduardo Fraile lo ha vuelto a hacer. Otra vez ha logrado que devore con frenesí un libro de poesía. Doce poemarios y 25 años de trabajo le contemplan. Ha volado desde el experimentalismo esteticista de sus primeros libros a una desnudez que fluye con la naturalidad de un cuento y que está vestida con las cicatrices de los recuerdos. Su última joya se titula ‘La chica de la bolsa de peces de colores’ y es la continuación lógica de ‘Quién mató a Kennedy y por qué’: apuntes del natural en dos partes que acabarán convirtiéndose en una muy particular ‘En busca del tiempo perdido’ con sabor a castañas asadas y chocolate milkibar (en su caso, chocolate familiar a la taza Filiberto González). Quedan lejos ‘Siete finales para Philip Marlowe’ o ‘Cuando me saluda por la calle alguien que no caigo quién es y si además es guapa’ pero no la certeza de que el puñetero ‘Fraileelpoeta’ es un maestro a la hora de parir títulos. Con este último libro ha quedado finalista del Premio Gil de Biedma y ha entrado en la mítica editorial Visor. Hace unos días, acompañado de Javier Blasco, presentó este precioso poemario en el ‘Aula Triste’ de la Universidad de Valladolid y allí comenzaron a escaparse chicas de cada uno de los poemas del libro. Todas iban vestidas con camisetas diseñadas por África Bayón e inspiradas en algunos de los versos del libro. Por ejemplo, la chica de la bolsa de peces de colores, una femme fatale de cabello color violín en llamas, con la que el poeta visitó charcos de cielo, con la que hizo (el amor, el tiempo) con profusión y que un día bajó a por ‘croissants’ y ya no volvió. Desde entonces, el poeta cuida de sus peces y les lee a Proust. El altar del recuerdo vence por goleada en todos y cada uno de los poemas. La catedral evocadora y resucitadora de la memoria. El viaje infinito al planeta que llaman infancia, un planeta al que no volveremos jamás pero que está a la vuelta de la esquina (cada mañana, nada más levantarnos, desayunando la luz de la infancia) y que nos obliga a hacernos las eternas preguntas: qué fue de mí, qué fue de nosotros, qué fue de aquel niño, dónde estará. Una infancia untada de mantequilla por la luz que tanto obsesiona a Eduardo Fraile (‘Teoría de la luz’ se titulaba uno de sus últimos libros). La luz como bloque puro de memoria, la luz con sabor a magdalena de Proust, la luz con el aroma de todo aquello que perdimos en nuestra infancia. Sus poemas se sienten, se huelen, se pueden tocar y nos hacen viajar a lugares comunes de nuestras infancias. El olor de los lápices y de las gomas de borrar. El chicle ‘bubble gum’, el regaliz de Zara, las pipas Facundo. Las vespas, los gordini, los seat 600, los simca 1000. Un transistor donde suena una canción de moda, Eva María se fue buscando el sol en la playa. Nuestros corazones rotos de enamorados parvulitos. Nuestros primeros libros, ‘El Camino’, ‘Las Ratas’, y aquellos amigos con los que jugábamos al escondite: el Mochuelo y el Nini. No creo en las casualidades pero esos dos libros de Delibes fueron mis primeros libros. Su infancia sabe a chocolate y la mía huele a pan recién hecho. Por supuesto, sigo pidiendo a los Reyes Magos que algún día llegue a escribir como Eduardo Fraile.