Pocos ciclistas han forjado su leyenda gracias a una fotografía o por culpa de un puñado de emisiones radiofónicas que pusieran a todo un país en pie de guerra…
La gran gesta, que se transmitió de padres a hijos durante varias generaciones, tuvo lugar durante el Tour de 1930. Francia llevaba seis ediciones sin conseguir alzarse con el triunfo final. Además, por primera vez se corría por equipos nacionales así que todo el país se reunió alrededor de la radio para seguir las hazañas de sus hombres. André Leducq pronto se convirtió en el líder de la selección francesa. No era un escalador nato, pero se defendía en la alta montaña, cediendo un tiempo prudencial que siempre recuperaba en las bajadas. Leducq no sabía lo que era frenar en las bajadas: no quemaba las zapatas porque apenas las utilizaba. En 1930, tras pasar con excelente nota los Pirineos, llegó a los Alpes enfundado en el maillot amarillo. La desgracia y la leyenda, conjugadas extrañamente, le esperaban en una curva del Galibier. Su gran rival, el italiano Learco Guerra, iba por delante. Nada más coronar, Leducq se lanzó como un poseso tras él. Al poco de comenzar la alocada bajada sufrió un aparatosísimo accidente: descendiendo a más de
Pocos kilómetros después, cuando comenzaba el ascenso al col du Télégraphe, rompió el pedal. Al estar prohibido el cambio de bicicleta, uno de sus compañeros cogió una llave inglesa prestada y un pedal cedido por un espectador y comenzó a reparar la bicicleta. Poco a poco, todos los componentes de la selección francesa fueron llegando a su altura. Sentados a su lado, no dejaron en ningún momento de dar ánimos a un desconsolado Leducq. Una vez arreglada la bicicleta comenzó una persecución en la que se vio involucrado todo un país. No había ningún francés que no estuviese escuchando la radio. Learco Guerra y sus hombres iban quince minutos por delante. La persecución duró