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Publicado en El Norte de Castilla el 19 de febrero de 2009.
Angélica, mi vecina de arriba, escribió el pasado jueves sobre Julio Cortázar, recordándonos que llevamos 25 años sin él, 25 años sin jugar a la rayuela y regresando todos las noches a la ‘Rayuela’ que está en nuestros cielos de literatura cronopia. El mago Cortázar no sólo es el maestro de toda una generación de escritores y el gurú poético de millones de lectores; Cortázar es, además, el que nos descubrió a muchos de nosotros a Edgar Allan Poe. Yo fui uno de aquellos que me morfé los 67 cuentos que escribió Poe y que Cortázar tradujo para Alianza Editorial, un libro que conservo destrozado a fuerza de sustos, escalofríos y relecturas.
Se acaban de cumplir 200 años del nacimiento del maestro de la fantasía y del misterio. Poeta apasionado, frágil, angustiado y necro-romántico, Edgar Allan Poe es uno de los escritores más influyentes de la historia. Punto de partida de la modernidad estética, Poe puede ser considerado el fundador de la novela policíaca (suyo es el primer detective de la historia, Auguste Dupin), de la novela fantástica, del cuento de terror e, incluso, de la novela de piratas (‘El escarabajo de oro’ puso a Stevenson sobre la pista de ‘La isla del tesoro’). Además, la POEtica de Edgar Allan Poe no tiene parangón. La herencia de ‘El cuervo’ no ha parado de alumbrar discípulos y las tinieblas con las que vestía sus poemas y las brumas terroríficas de sus relatos no tardaron en hechizar a todo tipo de escritores. Hasta el mundo del rock sucumbió a su influjo. Alan Parsons y Lou Reed le dedicaron sendos discos, Peter Hammil escribió una ópera-rock basada en ‘La caída de la casa Usher’ y Radio Futura hizo una versión memorable de ‘Annabel Lee’. Todos, tarde o temprano, hemos sucumbido al autor más tenebroso del mundo. Quizá porque todo en él destila un morboso misterio, incluido el de las causas de su muerte. Una noche de octubre, tras seis días en los que nadie sabe qué hizo ni dónde estuvo, apareció completamente enajenado y con ropas que no eran suyas. Se ha hablado de alcoholismo, de sífilis, del cólera, de un fallo cardíaco, de suicidio, de congestión cerebral, de tuberculosis. Hipótesis para todos los gustos gracias a que no existía el CSI para jodernos el romanticismo de lo inexplicable. Dicen que fue apaleado por unos matones; también que le emborracharon y lo usaron para votar en las elecciones con nombres distintos. El misterio se fue con él a la tumba y sigue persiguiéndole hoy en día: cada 19 de enero, desde mediados del siglo pasado, el sepulcro de Poe amanece engalanado con tres rosas y una botella medio vacía de coñac. Por más que han vigilado su tumba, nadie sabe quién es el que brinda por Poe.
«Pingüinos elementales, deberías verlos patear a Edgar Allan Poe», cantaba John Lennon. Fue la primera vez que oí hablar de él. Luego llegaron las traducciones de Cortázar. De Cortázar a Poe y tiro porque me toca. Es lo bueno de no tener una vecina clásica, de las que te despiertan al ducharse por la mañana o de las que te piden un poco de sal a la hora de comer. Mi vecina de arriba se limita a bajarme de los cielos a Cortázar, a llevarme hasta Edgar Allan Poe y a empujarme a que yo también me pregunte si aprobaría el examen de cronopio.