Publicado en el suplemento ARTES de “El Norte de Castilla” el día 18 de julio de 2009
En 1959 dos de las estrellas más importantes de la historia del cine unieron sus fuerzas para alumbrar una película memorable. Era la cuarta vez que Alfred Hitchcock y Cary Grant trabajaban juntos y “Con la muerte en los talones” constituyó el punto culminante de su estrecha colaboración. Rodada en el cénit de su capacidad creadora, entre “Vértigo” y “Psicosis”, algunos han tenido el atrevimiento de calificarla de simple entretenimiento, de puro divertimento sin más. Incluso el propio mago del suspense ayudó al “desprestigio” del film bautizándola como “pasatiempo agradable” y como una monumental broma en la que nada es lo que parece.
Fue en la 7ª edición del Festival de Cine de San Sebastián, entonces enmarcado en el mes de julio, cuando se presentó a nivel mundial “Con la muerte en los talones”, el mítico film con el que Alfred Hitchcock ganaría por segundo año consecutivo (tras “Vértigo”)
En un principio, Hitchcock no tenía guión pero sí varias ideas que rondaban su mente: una avioneta fumigadora intentando matar en el desierto al protagonista, un asesinato cometido en el edificio de
Todo se conjugó hace justo cincuenta años para que “Con la muerte en los talones” se convirtiera en el principal referente de un género especializado en hacer saltar al espectador de su asiento y en mantenerle en tensión durante todo el metraje. Un carrusel de emociones sin parangón. Desde luego, una de las mejores películas de todos los tiempos; probablemente, la más entretenida y, sin duda, uno de los films que mejor ha sabido mezclar géneros: suspense, acción, amor, aventura, espionaje, misterio, humor y thriller. El gordo del puro demostrando que es la estrella (con habitual cameo incluido: Hitchcock pierde el autobús al final de los créditos iniciales) y un Cary Grant en estado de gracia. El tipo más elegante del mundo incluso en las situaciones más estrambóticas. “No está mal un secuestro de vez en cuando, pero tengo entradas para el teatro esta noche”, comenta al ser secuestrado por dos matones tras confundirlo con un inexistente agente llamado George Kaplan. El principio de una pesadilla aliñada con el humor inteligente y elegante de Cary Grant y la asfixiante intriga de Hitchcock. Nos subimos al Expreso Siglo XX con destino a Chicago, bebemos un cóctel Gibson, nos enamoramos de una rubia peligrosa, comemos una trucha de río para aparcar bien en el estómago, sorteamos un avión que fumiga cosechas donde no las hay, descubrimos que el huésped de la habitación 796 tiene caspa, montamos un memorable show en una subasta y nos subimos a la chepa de cuatro presidentes de los EEUU en el monte Rushmore. Nos da lo mismo que Vandamm importe y exporte secretos de estado. Tan sólo nos entra un inopinado interés por el arte…. de sobrevivir y por robarle a su chica: Eva Marie Saint, la princesa con la que todos hemos soñado encontrarnos en un tren.
“Con la muerte en los talones” se convierte, como por arte de magia, en un completo juego de engaños, falsedades, confusiones, secretos y falsas apariencias; el suspense llevado a sus más altas cotas y al servicio de una intriga laberíntica; un triple salto mortal sin red protagonizado por Roger Thornhill, personaje sin identidad al que nadie hace caso, ni la policía, ni los espías, ni su propia madre. En la película se dan cita algunas de las constantes más utilizadas por Hitchcock: 1) una guapa protagonista rubia, la seductora y enigmática Eva Marie Saint. Mujer amoral, fuerte, autosuficiente, una rubia de hielo que sólo muestra la punta del iceberg. Peligrosa y fascinante a partes iguales; 2) la figura recurrente de un falso culpable (un tipo normal envuelto de manera fortuita en un misterioso lío monumental: un hombre que es confundido con un agente secreto que no existe), en este caso protagonizado por un insuperable Cary Grant, alter ego del director. Un tipo frívolo, seductor, mentiroso, cínico, desenvuelto, apuesto y elegante. Desde luego, el falso culpable nunca fue tan glamouroso e irónico como en la piel de Cary Grant : “Soy agente de publicidad, no un perro vagabundo. Tengo un trabajo, una secretaria, una madre, dos ex esposas y varios barmen que dependen de mí”; 3) el protagonismo soterrado pero esencial de villanos elegantes y turbios. Para esta ocasión, Martin Landau, en la figura de un sádico matón con insinuados toques de homosexualidad, y sobretodo, un magistralmente siniestro James Mason; y 4) el habitual “McGuffin” del argumento, en esta ocasión un microfilm del que no se dice lo que contiene. En palabras del propio director, su mejor McGuffin, por ser el más vacío, el más inexistente, el más irrisorio: “Es un film de espionaje y la única pregunta del guión es, ¿pero qué buscan estos espías?”.
Desde luego, ver hoy en día “Con la muerte en los talones” sigue siendo una experiencia única. Como dijo Truffaut, en ella las escenas de amor están rodadas como si fuesen escenas de crímenes, y las de crímenes como si fuesen escenas de amor. Su cámara es de una sutilidad hipnótica y casi enfermiza. La electricidad de la acción la compensa con la sutilidad de la insinuación: Hitchcock siempre prefirió realzar el brillo de una pistola que la sangre de un muerto. Y, por supuesto, a pesar del rigor de sus propuestas, nunca renunció al absurdo. En “Con la muerte en los talones” más que en ninguna de sus películas. La maravillosa inverosimilitud de este film arranca a los pocos minutos cuando un error en una llamada de teléfono nos obliga a montarnos en una montaña rusa de la que ya no querremos (ni podremos) bajar. Los momentos de comedia se mezclan con otros de humor y de surrealismo: la forma en la que Cary Grant huye de los que le intentan matar durante una subasta es uno de los momentos más desternillantes de la historia del cine. También son impagables las muecas de un Cary Grant borracho conduciendo, la escena en la comisaría, las discusiones con su madre y, sobre todo, los 7 minutos y los 133 planos de la secuencia del avión fumigador: sin nada que fumigar, Hitchcock nos pone un avión en medio de un maizal. Lo que parecía una escena gratuita y la forma más absurda de matar a alguien, acabaría convirtiéndose en una de las escenas más memorables de la historia del cine. Así que, como epílogo obligado, siéntese en un cómodo sillón frente al televisor, súbase a la montaña rusa que le propone Sir Alfred Hitchcock y olvídese por completo del mundo. No se conoce antídoto mejor para el aburrimiento y la depresión.