Publicado en el suplemento ARTES de El Norte de Castilla el 29 de agosto de 2009
Mucho se ha hablado de la influencia de Valladolid en la literatura de Francisco Umbral y de cómo la ciudad del Pisuerga se convirtió en referencia constante en sus libros. Nadie puede negar, desde luego, que una buena parte de sus novelas nace de Valladolid y por Valladolid. Son crónicas stendhalianas de la pequeña ciudad plateresca, novelas de ambiente provinciano con Valladolid siempre al fondo y el marco indeleble del artista adolescente que se inicia en los misterios de la vida. El inolvidable Paco Umbral lo recordaba con añoranza y júbilo, como se recuerda siempre la niñez y la adolescencia. «Valladolid, mi Valladolid de entonces, era un fiesta. Una fiesta triste y negra, de guerra y de luto, pero cantaba la edad dorada de la infancia y yo era un niño en una calle larga y fría, calle de San Blas, con huertas y monjas y ebanistas y sombrererías. Habían puesto en las fachadas unos carteles como para anunciar la guerra, carteles con alambradas y palomas, y cascos y cañones. Los moros y los regulares venían al anochecer. Los regulares pasaban en sus camiones, desde Capitanía, y los moros aparecían, lentos, entre las sombras de
Francisco Umbral pasó frío y hambre en su casa de la plaza de San Miguel, estudió en la escuela José Zorrilla, trabajó como botones en el Banco Central, acudió a tertulias literarias en la cafetería Maga y en el Hostal Florido y comenzó a trabajar en “El Norte de Castilla”, el gran periódico de la ciudad, con sus “letras góticas, muy negras, sobre gran fondo blanco, una catedral de periodismo”. Para entonces ya sabía que su destino era la literatura. Se había envenenado con la magdalena de Proust y el láudano baudeleriano, vivía en el paraíso artificial de los toros de Guisando de la sala de máquinas del periódico y se vestía de Espronceda hasta para ir a por un kilo de carbón a la carbonería.
El templo de la infancia y adolescencia del autor, atravesado por la espada de estaño de
En 1996, Francisco Umbral publicó una de sus “novelas vallisoletanas” más memorables. A la habitual atmósfera de sus novelas de niñez y adolescencia ambientadas en Valladolid, en “Capital del dolor” el escritor nos habla de la guerra civil, íntima y cruel, en la pequeña ciudad. En ella, Valladolid no sólo vuelve a transformarse en la pequeña ciudad de tedio y plateresco y a convertirse en el escenario de su educación sentimental. En “Capital del dolor”, además, aparece la guerra en toda su crudeza y asistimos al complicado proceso de maduración entre muertos y sexo que tiene que vivir nuestro escritor. La ciudad que al principio es sólo un precioso magnolio en el patio de las Teresianas acaba siendo el eco de las campanas de las Clarisas y el de los partes de guerra que escupían los altavoces de
La calle de
El Teatro Calderón, que al principio se nos presenta como “corralada enorme de la cultura local, con un siglo XIX dormido en sus terciopelos rojos, con sueño de peluche, con un pasado reciente ilustrado en sus pasamanos de oro y sus barandales de alta comedia”, es asaltado al principio de la guerra por unos “políticos grises y unos madrileños azules, violentos, negros, refulgentes de hebillas y pistolas”. La guerra mata, en poco tiempo, la infancia y la adolescencia de Paulo. Porque la guerra no es más que una interminable procesión de muertos. Y Paulo tiene cada vez más amigos fusilados.
Los lugares de los fusilamientos se convierten, a partir de ese momento, en un terrible vía crucis donde destacan, con letras negras, tres sitios emblemáticos de la ciudad: “Cocheras”, el Campo Grande (en la novela, el Frondor) y el cerro de San Cristóbal. “Cocheras” estaba por el paseo de Filipinos y era donde se habían guardado los viejos tranvías, azules y amarillos, “hasta que llegaron los falangistas y convirtieron a los tranvías en cárceles, para arrestar ugetistas y fusilar poetas”. La cuerda de presos llegaba andando a media tarde, con el Frondor bien regado, “desde donde llegaba un hechizo verde del interior del parque modernista, y el grito de los pavos reales ponía un versallismo agrio y elegante sobre el rugido de la pólvora y los colores sucios de la guerra”. La represión militar tiene lugar en el cerro de San Cristóbal donde acuden las gentes para asistir a los fusilamientos, “como las tricoteuses de París que iban a hacer calceta a la sombra de la guillotina”. El cerro de San Cristóbal es “piedra y cielo, plata y sangre, y las elegantes de la ciudad llevan sombrillas blancas, anacrónicas y alegres, para protegerse del sol casi vertical, “guilleniano”, que ilumina con su grandeza siniestra el ritual de los fusilamientos”.
En ocasiones, sobre todo al principio, el itinerario sentimental no es tan agrio en la ciudad tolteca y salvaje “donde la luna se derrama todas las noches en cascada sobre el gótico plateresco de San Pablo”. Paulo se inicia como un príncipe blanco en el sexo con Rosa Luguillano, la puta por excelencia de la ciudad, y el camino hasta llegar allí es un “camino de plateresco y juzgados, de palacios y reyes Católicos, la entraña histórica de la ciudad, un camino de rías populares y torres góticas, el camino de
Es el final. Todo queda encerrado en el vocabulario de porcelana y garfios de plata que nos regala Umbral, prestidigitador de la palabra, escritor de verbo punzante y adjetivos asesinos al que se le aparecían las metáforas como vírgenes y gran cronista poético de Valladolid. Junto a él, en esta ciudad de melancólicos, aprendimos los mejores ejercicios espirituales de vallisoletanismo.