Publicado en El Norte de Castilla el 24 de septiembre de 2009
Mientras unos babean con él, otros parecen odiarle a muerte. Con Tarantino no hay término medio. Desde su desembarco con las memorables ‘Reservoir dogs’ y ‘Pulp Fiction’, cada película suya es esperada con auténtica devoción. Es un maestro del exceso, un ratón de vídeo club, un verdadero icono de la cultura popular. Sus apariciones públicas tienen más de estrella de rock que de director de cine. Ha conseguido algo tan difícil como crearse un universo propio. De hecho, Tarantino es un género en sí mismo. La violencia, los recursos visuales llamativos, el humor negro y los diálogos frenéticos son su seña de identidad. Su adoración por la subcultura, el pastiche, los folletines, las series B y el reciclaje hacen el resto. Ya nos tiene acostumbrados a hurgar en la basura y a transformarla en material de primera clase. «Si Tarantino no se hubiera dedicado al cine es muy probable que se hubiera convertido en un asesino en serie», decían de él. Desde luego, Tarantino lleva el cine en sus venas y todo huele a Tarantino en «Malditos bastardos».
«Érase una vez en la Francia ocupada por los nazis», así comienza su último juego: la historia de un escuadrón de judíos que se dedica a cortar las cabelleras de los nazis que asesinan. Una película en la que todo vale, desde que la estrella del film (un autoparódico y cazurro Brad Pitt) sea arrinconado a un papel secundario, eclipsado por la portentosa interpretación que del sádico coronel Landa hace Christoph Waltz, hasta la utilización de significativos nombres para los bastardos que remiten a figuras olvidadas del cine de serie B europeo. Porque ‘Malditos bastardos’, en manos de este cineasta explosivo de sangre cherokee, italiana e irlandesa, acaba convirtiéndose en una película de venganzas en la que Tarantino se permite el lujo de falsear la historia a su gusto. El resultado: casi tres horas de diálogos a cuchillo, de guiños cinéfilos continuos, una utilización muy poco convencional de la música (desde Morricone a David Bowie) y una capacidad asombrosa para convertir en escenas cruciales momentos aparentemente triviales. La escena inicial es un verdadero prodigio de desazón dramática al igual que los treinta minutos de alta tensión en una pequeña y claustrofóbica taberna. Desde luego, la película parece en muchos momentos un auténtico (y esquizofrénico) ‘spaguetti-western’ y algo más que un cuento de hadas de un friki sádico y provocador que se ríe mientras da la vuelta a la tortilla. ¿Es admisible aceptar los salvajes asesinatos, la matanza de inocentes, incluso el trasunto de cámara de gas en la que se convierte un cine en llamas con una sonrisa de complacencia? ¿No era eso lo que hacían los nazis? Pero dejando a un lado estas cuestiones, ‘Malditos bastardos’ es sobre todo una película sobre el amor al cine que propone una nueva lectura de la historia en la que el propio cine se convierte en una poderosa arma capaz de acabar con la guerra. Algo que sólo podría ocurrírsele (el derrotar a los nazis con el cine, y no metafóricamente sino de verdad) al cineasta más cinéfilo del mundo. Un tipo que sabe muy bien cómo elegir a sus parejas: «Cuando voy en serio con una chica la llevo a ver ‘Río Bravo’ y más vale que le guste».