Publicado en El Norte de Castilla el 2 de junio de 2011
A Leonard Cohen le han concedido el Príncipe de Asturias de las Letras. Escucho la noticia y siento que me han dado el premio a mí. Ya era hora de que el jurado de un gran premio tuviese el valor de derribar fronteras. La Academia sueca lleva años amenazando con conceder su máxima distinción literaria a alguien que no forme parte del sagrado e intocable mundo de la alta literatura (han salido a la palestra los nombres de Woody Allen y, sobre todo, de Bob Dylan). En Asturias se han adelantado a los suecos. ¡Aleluya! Claro que hablar del viejo monje zen como de un músico es faltar a la verdad. Leonard Cohen es muchas cosas y, por encima de todas, un poeta. Un poeta iluminado, fascinante, único. Ha vendido quince millones de discos y tiene a medio planeta enamorado de unas letras que saben de memoria y recitan como si fuesen oraciones. Sus poesías, regadas con folk, vals, rhythm&blues, cabaret jazz o música esquelética y maquinal de ordenador, se nutren de versos existencialistas, románticos y humanistas, versos demoledores y de redentora belleza alquímica, versos crueles y contundentes, apocalípticos y reveladores, tristes y hermosos. Es uno de los pocos mitos que quedan en el mundo. En mi recuerdo queda un anciano Leonard Cohen, de rodillas, empezando su concierto en la Plaza de Toros de León, delgado como un junco, elegante e imponente, con gorro y traje negro, llevándonos a bailar hasta el final del amor. Su voz profunda y densa, drogada de nicotina y alcohol, despidiendo para siempre a su gran amor, saludando desde la otra orilla del dolor, brindando por el corazón sin amante. Todo ello sin olvidar la conexión española del enigmático y fascinante músico canadiense: su pasión por nuestro país, nuestra literatura, el flamenco y Federico García Lorca (su hija se llama Lorca). En Benicassim, hace tres años, los jóvenes fibers alucinaron con el abuelo y acabaron rezando junto a él oraciones budistas. Con una versión de un poema de “Poeta en Nueva York” comenzó a gestar los cuatro evangelios futuristas que forman el epílogo memorable de una discografía única. Sólo por haber parido “Take this Waltz” o “First we take Manhattan” habría que sacarlo a hombros del Teatro Campoamor. Somos muchos los que le debemos media vida. Muchos a los que nos ha construido el refugio ideal para resguardarnos de las tormentas. Muchos, en fin, dispuestos a aullar la belleza de sus versos como perros en celo.