Hace mucho tiempo escribí en el blog una charla donde hablaba de un taxista que me había alegrado el día.
La he estado buscando, pero debe ser muy antigua, porque no la encuentro.
Pues aquella charla iba de un mal día, muy mal día, ya sabéis de esos todos tenemos, pero que cambió en unos pocos minutos:
Llamo a un taxi, entro, digo la dirección que era mi destino y yo ahí inmersa en mis pensamientos todos machaconamente pesimistas, el taxista, que por supuesto para nada estaba dentro de mis elucubraciones, me mira a través del retrovisor y me dice que le encanta la colonia que llevo, le digo que gracias, y me contesta que necesita regalar algo a su mujer y ese olor le ha encantado, que lo recordaría todo el día, y que por favor si no me importaba decirle a lo que olía yo. Si la mala uva oliera…
¡Alegría!, primero por mí misma, porque de repente pensé que alguien sabía que existía, o al menos mi olor, segundo porque me di cuenta, de que un hombre ya decidía en ese momento que regalar a su mujer, algo que se encontró de paso, tan de paso como una carrera de taxi, la verdad, envidié a esa mujer…
Y toda esta historia viene a cuento de que pocas veces sabemos decir cosas que ayuden a las personas a sentirse mejor, no sabemos tener esa mano izquierda tan necesaria, inmediata, e incluso trascendente para el /la que está a nuestro lado, justo quizá en ese momento necesita una frase amable. Claro que seríamos perfectos si lo hiciéramos, y el taxista fue perfecto, sin saberlo, sin comerlo ni beberlo.
Manda narices que alguien a quien ni conocía me hiciera sentir bien, y los que conozco no se sepan cuando necesito/necesitamos una inyección de moral, nadie es perfecto esa es la verdad ni podemos estar en la mente de las personas, pero a veces leer entre líneas es vital.
Y no lo hacemos, estamos muy ocupados mirándonos el ombligo.
Saludos blogueros.