La peripecia vital de Norman Mailer no escatima los episodios abruptos, alguno sórdido, todos intensos: combates marinos en la Segunda Guerra Mundial, guionista frustrado en Hollywood, fundador de semanarios contraculturales, observador de compañía de poetas beat, boxeadores y políticos de ambas orillas, manifestante anti-Vietnam encarcelado, látigo de feministas monolíticas, candidato a la alcaldía de Nueva York – cuyos borrachos discursos de campaña comenzaban insultando a todos aquellos posibles votantes que habían acudido a escucharle -, director de películas olvidables, cómplice de seis matrimonios eléctricos, púgil aficionado y algunas cosas más que agotarían este espacio. Como dijo Voltaire de don Quijote, Mailer se inventaba pasiones para ejercitarse; miles de pasiones con las que tratar de domar un ego que le desbordaba y pese a las cuales, o más bien gracias a ellas, consiguió ejecutar una obra de más de 40 volúmenes, inevitablemente irregular pero con unas cimas que la sitúan entre las más grandes del pasado siglo y de cualquier siglo.
Con frecuencia se ha considerado nocivo para su escritura ese ego pantagruélico de Mailer, cuando en realidad ha sido el responsable mayor de sus muchas páginas. Considerar que el caudal del ego obstaculiza a un escritor es como desechar de partida a un jugador de baloncesto por ser demasiado alto; mientras después se le moldee, con el rigor y la pasión de un entomólogo, con lo que Mailer llamó “el escalpelo del estilo”, el ego, que es la vida, nutrirá invenciblemente la escritura de todo autor.
Mailer se volcó casi por entero en la novela y en la crónica/reportaje. Fue en el campo híbrido de ambos géneros, que no creó pero abordó con una maestría sólo superada por Truman Capote, donde la síntesis entre su talento y su escalpelo dio los mejores resultados. Pero como casi todos los narradores estadounidenses de peso – quizá sólo Raymond Carver permaneciera inmune -, Mailer se vio atravesado por la superstición de la novela y, en concreto, por la de su todopoderosa, absorbente madre nativa, la Gran Novela Americana. No llegó a escribirla. Lo más cerca que estuvo Mailer de meter su incontenible país en un libro fue mediante los mencionados reportajes novelados, cuya impagable selección, hecha por el propio autor, apareció en España – justamente – con el solo y acertado título de América.
Ahora publican El castillo en el bosque, en la que fantasea con la infancia y primera juventud de Hitler. Mejor regresar al principio. Sesenta años después de su aparición, la primera sigue siendo la primera; Los desnudos y los muertos es hoy, y lo será mañana, un clásico incontestable de obligado hueco en la estantería. Ella sola justifica el recuerdo de este incansable púgil de las letras.
(Suplemento cultural de El Norte de Castilla, noviembre de 2008)