Tras haber abanderado la única revolución cinematográfica sustancial desde la llegada del color y rebatido con su obra el lugar común – aún extendido – de que todo crítico no es más que un creador fracasado, François Truffaut moría en París hace hoy justo un cuarto de siglo. Dejaba de este lado más de veinte películas y un par de cientos de escritos para el recuerdo, el modelo insuperado de entrevista de cine y una ristra de amores contrariados. Tenía cincuenta y dos años. El vacío derivado de esa prematura ausencia no ha hecho sino acrecentar con la caída de los años el peso del legado, al punto de que el gran público tiende a identificar la nouvelle vague sólo con el cineasta de Los cuatrocientos golpes, y por tanto ha dado por certificado el fin del movimiento. Así nos va. La nueva ola puede que hoy esté abuela, pero sólo en años; la mayoría mantiene una vitalidad creativa, una creatividad vital que ya quisiera para sí la indistinguible manada de videoclipistas reciclados que anega la cartelera. Quiere con esto decirse que Truffaut se explica dentro de la nouvelle vague, y que la nouvelle vague se explica dentro de un periodo y un espacio muy concretos, la apoltronada Francia de los primeros cincuenta que habrían de redimir cinematográficamente, desde el papel y luego desde la pantalla, los hijos predilectos de André Bazin a través de su más perdurable contribución, la política de autores.
En tiempos como los que hoy vivimos, de un mal entendido igualitarismo, la política de autores es políticamente de lo más incorrecta, pero el invento está ahí y está para usarlo, sobre todo porque no se ha conocido otro más útil ni – tampoco – más justo. El atribuir en exclusiva al director de la película la autoría de la misma no supone en modo alguno restar importancia a la contribución del resto de los miembros del equipo, sólo el reconocimiento innegable de que él es el responsable final del resultado, quien define el qué y el cómo. Universal Studios puede que financie más de cien títulos al año y dé trabajo a media California, pero Malditos bastardos sigue siendo una película de Tarantino. Aparte, no todo director alcanza per se el estatus de autor, sólo aquéllos cuyas obras resultan reconocibles, expresión fílmica de su visión particular, sea ésta cual sea (por ello la mayoría de directores-autores escribe también los guiones de sus cintas), y capaces de provocar una reacción en el espectador que dure más allá del tiempo en llegar a casa. A la política de autores se oponen los funcionarios de la imagen. Este compromiso vital del creador con la obra propia supone la traslación a la realización cinematográfica de la creación literaria (es lo que a mí más me interesa, claro), y de ahí la veta letraherida de los Rohmer, Chabrol, Resnais y demás.
La SEMINCI de este año ha tenido la buena idea, entre otras buenas ideas, de programar una retrospectiva que enmarida algunos de los títulos claves de los citados con otros de sus cineastas más amados, Nicholas Ray o Howard Hawks. Tras verlos, a lo mejor después acuden ustedes a sus propuestas más recientes. Comprobarán que los abuelos no han abdicado ni un dedo de su fe.
(El Norte de Castilla, octubre de 2009)