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Eduardo Roldán

ENFASEREM

El oscuro cuentacuentos

Tim Burton parece un personaje de Tim Burton. Sólo guarda un color en su ropero: el negro, detalle cromático al que hay que añadir el pelo eléctrico, como de doctor chiflado de una cinta de serie B de los cincuenta, las enormes gafas tintadas, que no logran esconder las permanentes ojeras, y los tics esquizofrénicos. Es probable que si se nos sentara al lado en el metro o en el autobús, más de uno torcería el gesto, siquiera mentalmente, aunque acto seguido se reprochase la actitud de reparo inicial. En descargo de los gestos torcidos cabría argumentar que la imagen lívido-gótica del director ha sido asociada durante siglos a los territorios más turbios del alma humana, y ese caudal histórico de subconsciente colectivo ha de terminar manifestándose, incluso en quienes se consideran vacunados contra cualquier prejuicio. Y a eso se ha dedicado el director de Bitelchús desde su lejano Vincent: a derribar los prejuicios que despierta todo aquél que, como Eduardo Manostijeras, ha querido la Naturaleza o el Destino que se saliera del molde preconcebido y general. Para esa operación de derribo se ha basado en una serie de personajes tan singulares como atractivos, tan insólitos como profundos, algunos de los cuales ocupan sin duda un lugar preferente en el imaginario fílmico de los últimos treinta años.

Un repaso a la galería de personajes burtonianos confirma que, de compartir un nexo, de haber un denominador común, éste es el de la insularidad; de Batman a Ed Bloom senior, de Eduardo Manostijeras a Ed Wood (mucho Edward suelto en la filmografía de Burton), todos los protagonistas de las películas de Burton habitan un entorno que, sin ellos pretenderlo casi nunca, los tolera con incomprensión, con una caución de guantes de látex que no pocas veces deviene en frontal hostilidad. Y esa insularidad se manifiesta en primer lugar en el aspecto, en una imagen que supone el mayor obstáculo para establecer una efectiva, sincera comunicación entre el protagonista y el entorno; obstáculo a menudo insalvable, llegando a opacar los actos de bondad o altruismo de los protagonistas, que calan menos en los habitantes del entorno que el envoltorio de los hacedores.

Este posicionamiento en favor del raro, que a una mirada superficial le podría parecer sólo un capricho de friqui, una mera rabieta de ilustrador de Disney rebotado – como lo fue el propio Burton -, es en realidad el sol sobre el que orbita todo el universo fílmico del autor de la inminente Alicia en el País de las Maravillas. Tanto su particularísima estética – entre la Alemania de Murnau y la Hammer de Peter Cushing – como sus temas recurrentes – con la muerte, de una forma u otra, como presencia patente/latente que atraviesa todas sus cintas – nacen del tratamiento que previamente Burton ha querido imprimir en sus personajes principales; es a partir de éstos que se le plantean al espectador las preguntas cardinales, obsesivas, que planean por sobre sus filmes: hay algo después de la muerte, es posible la comunicación real, quiénes somos. Preguntas que trazan la figura de un existencialista, pese a los reparos que este término nos pueda causar en alguien que trabaja en Hollywood y se dedica a contar cuentos. “El infierno son los otros”, concluye Sartre en A puerta cerrada, dando la síntesis más radical de la corriente de pensamiento que lideró, y ese sentimiento de desarraigo, ese angst generado por la falta de pertenencia a una comunidad, es la materia fundamental con que se construyen los sueños o pesadillas de Burton. Que por otro lado son, también, un canto de esperanza, pues siempre o casi siempre hay alguien, entre la comunidad que rechaza, capaz de adentrarse más allá de la máscara/cáscara del aspecto del protagonista y alcanzar el corazón de la nuez, el único lugar que de veras importa. Burton, así, trata a los niños como si fueran adultos y a los adultos como si fueran niños, a los monstruos como hombres y a los hombres como monstruos, para concluir que todos tenemos nuestra propia idiosincrasia, que es la que nos hace en definitiva ser lo que somos. Islas singulares.

(La sombra del ciprés, abril de 2010)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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