La muerte de Sidney Lumet no solo ha puesto fin a una filmografía tan extensa como intensa sino a un tipo de creador tan generoso como honesto: el artesano. Lumet fue ejemplo máximo de que la artesanía bien entendida presupone el arte antes que nada, igual que la propia palabra incluye a esas hoy cuatro prostituidas letras en su comienzo. ¿Por qué entonces los artesanos no reciben casi nunca la consideración que su talento merece? Porque se les reprocha un estilo moldeable, un estilo sin estilo, y ellos tienen la dignidad de no responder al reproche y seguir a lo suyo, que es hacer la mejor obra de que sean capaces. Lumet indentificaba artista y artesano porque entendía que cualquier autor se debe ante todo a la obra; la obra lo es todo, motor y fin, sherpa y cima, mirada y horizonte. Y para extraer de ella lo que sus promesas aventuran el autor ha de escucharla sin anclajes previos; y si la respuesta de la obra le obliga a adoptar una decisión que le desagrada, incluso si en cierto sentido le obliga a difuminarse, pues ha de tomarla igual, igual ha de someterse a su dictado. Todo esto se lee o se deja leer en su magistral Así se hacen las películas, biblia de todo cineasta primerizo y ejemplo máximo de honestidad y cercanía intelectual. En Así se hacen… no hay ninguna avaricia en compartir su método, en compartir sus trucos – porque el arte es también una cuestión de trucos -, su sabiduría infinita.
El comienzo de la carrera cinematográfica de Lumet – que es lo que estamos tratando aquí, al margen sus incursiones televisivas y teatrales, que él abordó con idéntico respeto – data de 1957; la conclusión, del 2007. En este medio siglo que va desde Doce hombres sin piedad hasta Antes que el diablo sepa que has muerto, si algo demostró el cineasta americano fue una curiosidad aventurera inagotable por tratar de desentrañar esas zonas ambiguas, sin duda las más interesantes, que conforman a todo hombre, y siempre sin maniqueísmos ni falsas esperanzas, como un entomólogo de la colmena social que además no solo consiguiera hacer reflexionar sobre los problemas del momento sino sobre los que vendrían en un porvenir más o menos cercano – Tarde de perros o Network. Una búsqueda ética cuya revisión hoy, anestesiados como estamos por esos retratos en blanco y negro que parecen obligados (malos malísimos y buenos impolutos), resulta necesariamente higiénica. Este afán investigador abarcó también temas y enfoques y maneras de afrontar el proceso de realización de un film, llegando, cuando contaba con más de 80 años, a rodar en formato digital con un vigor y un gusto que más quisieran los bebés de la generación X. Y lo logró porque no subordinó la historia, que para él lo era todo, al medio: justo lo contrario de quienes hoy confunden filmar con aturdir, que no se expresan a través de la imagen sino que la utilizan como arma arrojadiza: no un lugar de encuentro sino un espray paralizante.
Lumet fue/es asimismo uno de los más grandes cineastas de la palabra. Pero palabra cinematográfica, en la que cada letra cuenta y está ahí en función del resto de los elementos de la película, imbricada con ellos de manera orgánica, con el rostro y la entonación del actor que la pronuncia, con el color de fondo del cuadro, con la escena que a continuación va a acontecer y con la que recién ha tenido lugar… un poco a la manera de Alan Rudolph, ese otro artesano a quien nadie hace caso. Este magisterio de Lumet sobre el texto alcanza sus más altas cotas en escenarios cerrados – cárceles, bancos, salas judiciales – que él frecuentó como quizá ningún otro y como muy pocos han sabido exprimir, en historias cuya exposición pudiera parecer de entrada “teatral” pero que en sus manos y a través de su ojo se revelan materia plenamente cinematográfica. Lumet, en fin, fue una de esas raras aves que supo conciliar extremos sin romperse en el intento. Su afirmación “Me importa una mierda cómo se me recuerde” no es sino una cápsula concentrada de esa honestidad a la que nos hemos venido refiriendo, de esa búsqueda incansable que dejó por el camino Veredicto final y Serpico y tantas otras.
(La sombra del ciprés, abril de 2011)