Para un estudiante que apenas había doblado los doce años, Miguel Delibes era una sombra alargada cuando aún no sabíamos a qué se debía el eco que esa expresión tenía, un nombre que evocaba vagas famas lejanas y al alcance de unos pocos elegidos, pero que misteriosamente vivía a tiro de piedra, al otro lado del río, o eso al menos aseguraba el profesor de Lengua, quizá para hacernos más atractivo el trance siempre odioso de tener que leer una obra por obligación. Claro que qué iba a decir él, y además tampoco importaba lo que dijera porque el libro nos lo íbamos a tener que leer igual para el trabajo; el primer trabajo en que nos enfrentaríamos a una obra envuelta en el prestigio de las múltiples ediciones y el reconocimiento de quienes sabían, que haríamos sobre un libro que igual que nosotros podrían leer nuestros padres – como en efecto habían hecho -, un trabajo en que te jugabas no solo una calificación de escuela sino la calificación, mucho más determinante y temible, de tener o no tener gusto para las obras de arte que de verdad merecían la pena, pues así lo había sentenciado gente mucho más inteligente y sabia que tú, empezando por tus propios padres. Más valía que el libro te gustase, y si no, más valía que hicieras ver como que sí.
La primera sorpresa fue que una obra precedida por tan intimidante autoridad presentase un aspecto tan modesto, tan casi infantil: tenía pocas páginas y las pocas que tenía las tenía a letra gorda. Cierto, el profesor nos había prevenido contra la afable apariencia de la obra, contra sus pocas páginas y su letra gorda, y contra ese título – El camino – tan sencillo como inocuo, pero aun así parecía imposible que en aquel pequeño cubo con hojas se encerrase toda la fuerza, toda la tragedia y toda la emoción que nos había dejado entrever, sin duda también como un anzuelo para la lectura. La segunda sorpresa, no menor, fue que lo protagonizaba un niño, o tres, y que lo que contaba – y esto sí resultaba por completo asombroso – se entendía. La voz de Daniel nada tenía que ver con la del esquelético caballero andante que ese mismo año habíamos comenzado a leer – por fortuna sin trabajo en el horizonte -, y sus peripecias no se referían a inverosímiles duelos con molinos como gigantes sino a robos de manzanas en un huerto. Seguro que se nos escapaban muchas cosas, pero al menos podíamos considarlo, salvando las distancias de tiempo y espacio y fantasía, uno de los nuestros.
Con esa voz de Daniel es con la que el propio Delibes admitió haber encontrado su voz de narrador. El maestro encontró su voz y muchos encontramos al maestro. Esa voz, que no es otra que el estilo del escritor, aquello que lo diferencia del resto, me llegaría más tarde, en una sucesión tan anárquica como febril, metamorfoseada en los tonos de las de otros tantos personajes inolvidables, Nini y el Ratero, Lorenzo, Pacífico Pérez, y ese protagonista por contraste que es Mario, creación más presente y viva que casi cualquier otra de la narrativa española del pasado siglo a la que se le haya concedido la palabra, hasta llegar al descomunal deslumbre de otro título tan impersonal y sugestivo como El camino, de otro libro de pocas páginas y letra gorda, Los santos inocentes. La lectura de las voces cruzadas de Azarías, Paco, el Bajo, y el resto de héroes que integran ese universo griego en mitad de Extremadura – unida a la subsiguiente visión de la versión fílmica – me noqueó, primero, y al cabo terminó remitiéndome al origen, a esa otra voz inocente, transparente y adolescente de Daniel el Mochuelo con que comenzó el gozoso y asombrado trayecto de un estilo cuya radical apuesta es la apuesta por la moralidad, que nada tiene que ver con el buenismo, el sermoneo ni la moraleja, sino con la dignidad del ser humano: con todas sus tribulaciones y dudas y flaquezas y heroísmos y esfuerzos y miedos y tomas de decisión. Moralidad que el escritor asume en el compromiso para con su obra – para con el alma de su obra -, y que muy pocos han encarnado como el novelista de Valladolid.
Esa apuesta por el hombre es la razón fundamental que explica la trascendencia de la obra delibeana más allá de los límites mesetarios, cerrados, sean rurales o urbanos, en que solía ubicar las peripecias de sus personajes; de los personajes digamos humanos, pues el paisaje en Delibes es un personaje más, y la apuesta por la dignidad del personaje/hombre se prolonga en la apuesta por el entorno en el que vive, hacia el que profesa un respeto – un amor – incondicional, que es el único respeto – y amor – válido que existe. Las pasiones, el tercero de los elementos mínimos que MD exigía para poder colgarle a una narración la etiqueta de novela, junto al hombre y al paisaje en que aquel desarrolla su peripecia, son en definitiva universales, iguales en Castilla que en Utah, en un católico que en un mormón, en un hereje del siglo XVI que en una viuda del XX, pues todas se refieren a ese bípedo implume que no deja de hacerse preguntas. Gracias a un lenguaje tan rico como preciso, inseparable de cada uno de los caracteres que pueblan sus novelas, consigue Delibes dotarles de profundidad, inyectarles esa moralidad que no es sino el reflejo de la moralidad de un escritor imprescindible.
(La sombra del ciprés, 15/8/2011)