Hoy nos resulta inconcebible, pero hubo un tiempo —no tan lejano— en que un poema podía cambiar el mundo. La noche del 7 de octubre de 1955, en San Francisco, fue testigo de una de esas ocasiones. El catalizador que transmutó la fuerza poética de las letras en fuerza vital, social, fue la voz del propio autor del texto, quien, cual bardo en éxtasis, declamó su poema como si no hubiera mañana, que es por supuesto la manera de declamar un poema. Todos los asistentes recordarían para siempre la lectura, pero Aullido no solo cambiaría la vida de aquel puñado de afortunados: su onda expansiva se propagaría por desordenados apartamentos de alquiler, células contraculturales, fanzines, campus universitarios de la Costa Oeste, y finalmente América y con ella el mundo. Aullido, sí, terminaría alcanzando el estatus de himno generacional; su mayor conquista, sin embargo, trascendió sus virtudes estrictamente poéticas.
En la América pre-Mad Men de finales de los cincuenta resultaba inconcebible que ciertas palabras y ciertos temas se asociasen al término >, y con la publicación de Aullido Allen Ginsberg fue inevitablemente procesado por obscenidad. Por fortuna un héroe anónimo de birrete y toga concluyó que lo único obsceno que tenía el poema era su prohibición. La libertad que esta afirmación conlleva —poder decir culo y polla, y coño y mierda— ha tenido en la cultura el efecto perverso de dar cabida a una gran cantidad de impostores cuyo único objetivo no es intentar alcanzar alguna verdad artística, sino simplemente >, como si el mero hecho de que el público se ofenda ante lo que se le ofrece ya justifique el valor de la obra. Pero la moral del artista radica en decir de corazón lo que siente ha de decir, y los impostores no escuchan al suyo. Esta marea de fango es un mal colateral, un tributo menor que hay que soportar si se quiere disfrutar plenamente del derecho a la libertad de expresión, artística. Es además muy fácil separar el impostor del artista: la obra del primero se nos ha olvidado en cuanto hemos cerrado el libro o salido de la galería de arte.
Es difícil encontrar otro poema que radiografíe tan claramente los pilares estéticos y vitales de su autor como Aullido respecto de Ginsberg. Aullido es la semilla de la que fructificarán Kaddish, Sándwiches de realidad, Caballo de hierro, Muerte y fama y el resto de su tentacular obra, y en él pueden rastrearse desde los nombres de los padres artísticos de Ginsberg hasta sus convicciones —siempre provisionales, pues toda mente abierta sabe que hasta la convicción que cree más firme puede alterarse o incluso derrumbarse— político-filosóficas. De la convicción en la libertad de palabra y de la responsabilidad que esta conlleva ya hemos hablado. No menos importante es la creencia en la individualidad y esencial hermandad de los hombres. Ginsberg, desde la célebre línea de apertura —>— se afilia con los obsesos, los drogadictos, los negros, los enfermos, los pobres, los suicidas, en una palabra los desheredados de la sociedad, y les tiende, mediante la enumeración/alusión de sus conductas y casos, una mano metafórica de comprensión y comunicación. Aullido no es, en esencia, sino un canto a la dignidad del hombre; del hombre completo, con todas sus imperfecciones y debilidades y promesas por cumplir que jamás se cumplirán, las de ese hombre y las de ese y ese y ese y Carl Solomon, todos y cada uno. Esta fe en la irrevocable unicidad del hombre será lo que aparte a Ginsberg del comunismo, que él venía a entender a la manera de un joven Borges: como una suerte de fraternidad universal; en el momento en que surge el dogma, las diferencias con la serpiente del capital se difuminan, pues en ambos casos el hombre pasa a ser instrumento y no fin.
El más poderoso pilar de estilo que en Aullido puede encontrarse es el pulso del texto, una suerte de monólogo-río, palpitante y espiral. Ya con su primer poema Ginsberg encuentra su voz: la del verso confesional y libre, que él esculpe al ritmo de su oído poético, y que le otorga al poema una cadencia de mantra, circular, a la vez cerrada y abierta. La música de un texto, su swing, —en prosa o en verso, en horizontal o en vertical— es lo que en mayor medida le confiere vida, y Aullido respira como pueda respirar un animal, como puedan respirar una oración o una canción. Es de hecho una oración para ser cantada en alto, como AG hizo en la lectura inaugural. Este oído interno de Aullido enlaza y hace avanzar la descomunal imaginación iconográfica de Ginsberg, donde la asociación libre comparte línea con el eslogan popular, donde la yuxtaposición de imágenes contrarias da como resultado una tercera imagen que nace en la mente del lector y que es la síntesis —la verdad oculta— del verso. Escultura en tres partes o incluso drama en tres actos, cada una de aquellas se sostiene por sí misma y a la vez comple(men)ta al resto, como una pirámide de tres secciones que apuntase al cielo por venir, al poema siguiente.
Ninguno de estos pilares y otros que se nos quedan en el tintero puede considerarse aisladamente. Todos están relacionados, imbricados, como lo están los hilos de una telaraña. Esa telaraña es el poema. Esa telaraña es Aullido.
(La sombra del ciprés, 12/5/2012)