Hace 20 años que Sun Ra abandonó este planeta, quién sabe a dónde, para regresar quizá a Saturno, del que se predicaba oriundo, o a Egipto, del que se predicaba enamorado. Quizá la muerte no es un viaje en el espacio sino en el tiempo. No es una efeméride que vaya a recibir el eco que merece, como se le negó durante casi toda su vida en esta tierra; pese a la probidad y vastedad y variedad de su obra, el eco que Ra recibió se debió más a los aspectos epidérmicos adosados a su persona que a los frutos musicales que produjo. La imagen de Sun Ra se interpuso como un insecticida repelente entre el público y su trabajo, que fue tachado de hermético y controvertido, incluso entre la crítica del ramo. A veces la crítica se queda en cutícula. Lo cierto es que si uno se olvida del rollo cósmico y se atiene a las notas, se dará cuenta de que la obra de Ra, un uróboros que no deja de hacerse a sí mismo, es accesible, invitadora, un par de brazos abiertos dispuestos a acoger a quien dé el paso. Porque el paso hay que darlo en todo caso: si uno no pone un poco de su parte la conexión artística resulta imposible. La discografía de Sun Ra bebe del y explora el abanico clásico de estilos asociados al jazz ―blues, stride, be-bop, hard-bop―, y aunque también navega por los mares sin faros del free-jazz, rara vez lo hace sin brújula tonal. Ra, como Coltrane, tuvo la humildad de reconocer que el artista no es las más de las veces otra cosa que un médium de algo o alguien superior al que hay que dar gracias. Lo cual no contradice el trabajo diario: lo repunta: porque el dar las gracias supone un compromiso, y la mejor manera de honrar un don es ejerciéndolo.
Hoy es más probable que Ra hubiera recibido el rédito que merece, aunque, irónicamente, por razones extramusicales. Enfermos como estamos de iconos de portada, su estrafalaria imagen le habría generado quizá fama y esta, por reflejo, una audiencia y un dinero justos.
(El Norte de Castilla, 30/5/2013)