No necesitó el lector atento más que una novela ―Beatus ille, 1986― para darse cuenta de que se encontraba ante un autor que respiraba a su propio aire, con una propuesta narrativa que se separaba de las tendecias mayoritarias del momento ―garcíamarquismo, minimalismo airado― con tanta discreción como voluntad. Aquella primera novela y la compilación de artículos que la precedieron mostraban ya en gran medida los rasgos que iban a informar la obra de Muñoz Molina, cuyo impulso básico es una aproximación moral al hecho literario en el sentido más inmediato, material, de la escritura como objeto del acto de escribir, y en el mediato de la escritura como herramienta para la exploración de la realidad. Impulso doble que en el fondo es uno, o al menos debe ser uno; el texto por el texto se termina agotando, estéril, en sí mismo, y la exploración de la realidad por la escritura sin prestar atención al hecho de escribir supone una contradicción que da como resultado unos frutos pobrísimos, planos, evidentes, que podrían haberse obtenido igual con un vistazo superficial de entrada y así al menos ahorrado tiempo. No es accidental que en la obra de Muñoz Molina la idea de isla, ya desde la compilación aludida, sea una presencia constante; la realidad es esa isla y el escritor el náufrago que con curiosidad y cuidado la explora, pese a saber que el misterio de la isla no terminará nunca de revelársele del todo, lo cual no ha de ser óbice sino acicate para recorrerla.
La realidad por tanto como isla inagotable, solo que algunos escritores prefieren acotarse a un área restringida, confortable de la isla e ignorar otros territorios o limitarse a tolerarlos con desdén educado, sea el territorio político, sea el científico, sea el de las otras ramas del arte. El impulso moral que mueve a Muñoz Molina le lleva en cambio a internarse en ellos, también en los que tradicionalmente se han considerado menores, como la fotografía o el jazz, con la curiosidad y la modestia del explorador que sabe que la mayor recompensa de la búsqueda está en la búsqueda misma. Es incluso ―hecho casi inédito en el intelectual patrio― capaz sencillamente de admitir sus ignorancias, aunque las ignorancias de MM sean escasas y cada vez menores. (Ejemplo último de esta curiosidad autónoma y sin linderos es el diálogo que mantendrá en el Hay Festival sobre Wagner y Verdi y que lleva por título Traducir la música. Inicialmente podemos pensar que si hay una materia intraducible, y en la que el intento de traducirla resulte más inútil, es la música; pero eso: inicialmente. Quién sabe lo que la exploración puede deparar.)
En lo que se refiere a la herramienta con la que explorar la isla, si hay algo por lo que se preocupe Muñoz Molina es por no dejar de afinarla. Dentro inevitablemente de su registro ―al fin y al cabo, cada cual tiene un timbre particular, desde Mozart a Faulkner―, la voz de MM no ha cedido a la tentación de abandonarse al solipsismo y sigue buscando las maneras más eficaces de comunicar las visiones parciales que de la isla se va formando. Y es que el estilo del escritor no es una cuestión de redactar más o menos pulcramente o de escribir “bonito” (aunque a saber qué significa eso), sino de plasmar lo que se quiere decir de la manera que considere más eficaz, sin concesiones, desde la certidumbre de que siempre se puede expresar de otra y de que su manera no sintonizará con algunos lectores, si es que lo llegan a leer. Es en esa voluntad de estilo donde se cifra la cualidad moral de la escritura, que Muñoz Molina, más allá de que el contenido sobre lo que esté escribiendo sea la denuncia de un exceso terrorista en Cisjordania o una fantasía humorista y borgiana sobre dos señores que se topan en la terminal de un aeropuerto, encarna hoy como muy pocos autores, en una obra forjada paso a paso, línea a línea, sin estridencias, casi en sordina, pero de una autoridad incontestable.
(La sombra del ciprés, 21/9/2013)