Alguien dijo que la vida de un hombre puede resumirse en cincuenta palabras; en el caso de Charlie “Bird” Parker parece que basten dos: saxofón y heroína, y es probable que cuanto más se reduzcan, más se concentren esas palabras-hito, más trágica sea esa vida. Charles Christopher Parker Jr. nace en el año 1920 en Kansas City, y tras tentar un bombardino que no lo satisfizo, comienza a soplar el saxofón con once años, abandonando la escuela a los quince para unirse al sindicato de músicos y sobrevivir del sueldo soltero de su madre y de trabajos o recados puntuales. Con dieciséis años Parker ya se ha casado y sido padre, y se ha internado en el jardín movedizo y frondoso de la droga. Lo cual no le impide practicar su instrumento quince horas diarias y absorber —y analizar con la ayuda resignada del veterano de turno— cualquier sonido que entrase en el finísimo radar de sus voraces oídos. (Un hecho con frecuencia obviado —o desconocido— es que los dos conservatorios de Kansas City de la época no admitían estudiantes negros, así que el negro se tenía que inventar su propio conservatorio). Tras foguearse en las inclementes jam sessions de la zona, en el 38 es contratado por la orquesta de Jay McShann y realiza su primera gira. Hace el obligado traslado a Nueva York al año siguiente y en el 41 un solo suyo es grabado por vez primera. Pero la música swing de la banda de McShann lo aburre: él ya ha tomado el camino, tras la epifanía sonora que según propio testimonio había tenido en una jam recién llegado a NY, que lo llevará a la creación del nuevo estilo, y en sus intervenciones deja entreoír, para quien sea capaz de oírlo, las bases del terremoto musical que estaba a punto de acontecer. Por suerte para Parker —y acaso fuera esta la única vez en su vida que la tuvo— hubo alguien que sí fue capaz. El encuentro con Gillespie fue al jazz como el de Lennon con McCartney al pop, solo que infinitamente menos lucrativo.
El origen del movimiento está envuelto en la bruma de la oralidad y la leyenda de los mitos, debido a la prohibición de grabar impuesta durante dos años por la Federación Americana de Músicos, de la que tiraban las huelgas de los sindicatos y el racionamiento de materiales por la Segunda Guerra Mundial. Acabada esta y con ella la prohibición, el terremoto, gestado en largas y anárquicas sesiones nocturnas en los garitos de la calle 52, por fin pudo ser conocido en toda su magnitud. Un terremoto que por otro lado no suprimió las estructuras del jazz clásico (se seguían manteniendo las ruedas de solos, las progresiones de acordes, las forma clásicas AABA o del blues): su radical e intimidante novedad estribaba en el hecho de retorcer los elementos básicos de la propia música —ritmo, melodía y armonía— hasta extremos imposibles. Acentos desplazados, golpes de bombo donde hasta entonces habían correspondido estrictos redobles de caja, variaciones sinuosas que hacían irreconocible la melodía original, y sobre todo un desarrollo armónico inaudito, en el que las sustituciones de acordes alcanzaron una sofisticación que a muchos les pareció delirante —cuando no destructiva—, forjaron un idioma fascinante y tan exigente para los oyentes como para los practicantes. En efecto, el be-bop demandaba un nivel de virtuosismo y de conocimiento innecesarios en la música popular hasta entonces, y esta simple razón fue la que, no pocas veces, hiciera renegar a los músicos y a los críticos de la vieja guardia: los primeros porque no podían tocarlo y los segundos porque no podían comprenderlo.
Powell, Gillespie, Max Roach… ayudaron a forjar el nuevo idioma, pero nadie contribuyó a expandirlo como Parker. Si el bop fue un terremoto, Parker fue su hipocentro. El dominio técnico de “Bird”, unido a un caudal creativo sobrehumano, hizo sencillamente que no solo los saxofones, sino el resto de instrumentistas —sección rítmica, metales— se vieran obligados a cambiar su manera de tocar y así poder transitar sin tropezar por los caminos que los vuelos del pájaro sugerían. Por sus pares saxofonistas estos vuelos fueron copiados hasta la náusea (Lennie Tristano afirmó que Parker debería haberse acogido a las leyes antiplagio, y así hacerse millonario), pues se daba la paradoja de que el desarrollo armónico del bop permitía encadenar clichés y así enmascarar la falta de alma e inventiva. Lo triste es que muchos propietarios de club preferían las máscaras al alma, pues las máscaras no se drogaban o, si lo hacían —también copiaron a Parker en esto—, en unas cantidades que les permitían mantener una conducta no errática (a Parker llegaron a prohibirle la entrada en el club bautizado con su nombre). En realidad Parker renegaba de la etiqueta bop —>—, y en su discurso era capaz de incorporar con igual soltura a Stravinsky o a Hindemith que una cadencia latina o el mugido de una vaca; cualquier sonido que le permitiese avanzar hacia esa meta que, como Julio Cortázar supo ver, es probable que ni él mismo supiera cuál era.
No ha habido en el siglo XX músico más influyente, y lo más asombroso del asunto es que la vida profesional pública de Charlie Parker apenas alcanza una década. Tras morir —Gillespie pagó el funeral, y el eco en la prensa fue escaso y erróneo—, el de 12 de marzo de hace ahora 60 años, las paredes de Nueva York se llenaron, a iniciativa del poeta Ted Joans, con grafitis de ‘BIRD LIVES’ (Bird vive); ya lo dijo el griego: la vida es breve, el arte dura.
(La sombra del ciprés, 21/3/2015)