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Eduardo Roldán

ENFASEREM

El corazón en la garganta

En ciertos artistas se da la tragedia póstuma de que su vida opaca o deforma su arte a los ojos del espectador: el artista muere, y con la muerte las miserias personales adquieren muchas veces una atención superior a la obra, o hacen que esta solo pueda verse a través de la lente deformante de aquellas. Es una paradoja cruel, ya que inevitablemente el artista se nutrió de sus experiencias para crear su arte, pero una vez creado, debería ser este por el que se le recordase, aparte de que es el arte y no la biografía el territorio donde mejor se puede llegar a conocer a la persona que lo creó.

Billie Holiday es a la vez la negación y uno de los máximos exponentes de este principio. Al toparnos hoy con su nombre, con toda seguridad no tardaremos más de un par de líneas o de un par de minutos en leer o escuchar las palabras >, >, > o similares; casi parece que la única fuente de su arte incomparable fueran las desgracias de su biografía, e incluso que cuanto más escabrosas e insoportables las desgracias, más valor se le conceda al arte. (Podemos acudir a Perogrullo para desbaratar esta tendencia/creencia y apuntar que heroinómanos ha habido muchos, pero solo uno que cantase como Billie Holiday: ella.) Por otro lado, resulta innegable que la vida, y las miserias de la vida, conformaron el arte de BH, y la prueba más clara, más inmediata e irrebatible, se encuentra en su voz.

La voz de una vocalista es su firma, y la de Holiday es además su radiografía vital más fiel; si se escucha un abanico cronológico de grabaciones medianamente comprensivo de la carrera de Lady Day, no hace falta conocer la biografía para inferir que a esa mujer el tiempo le ha ido añadiendo arrugas a la voz; arrugas de lija, desde luego, pero también arrugas de anciana generosa, una anciana de cuarenta años que, pese a todo, seguía queriendo celebrar esos momentos de asombro feliz con que la vida tiene en ocasiones a bien regalarnos. Así que esta voz no es solo radiografía sino termómetro, y ya tenemos una de las características fundamentales de su arte: la tremenda ductilidad de Billie como intérprete. Billie desgarradora, Billie seductora, Billie pizpireta, Billie frágil, Billie incluso infantil; y lo más extraordinario es que, en cualquiera de estas pieles, Billie no dejaba de ser Billie, tan veraz e intrasferible como una huella digital. Billie Holiday no podía —literalmente, espiritualmente— cantar algo que no sintiese, y de ahí que en ocasiones reescribiera las anodinas letras de ciertas canciones antes de incorporarlas a su repertorio. Ponía tanto de ella en un número ligero y chispeante como ‘Eeny, Meeny, Miney, Mo’ como en uno de la magnitud trágica de ‘Strange fruit’, pues el suyo era un canto que nacía más del corazón que de la garganta, y es natural por tanto que haya llegado a tantos corazones.

La garganta, con un registro de apenas un par de octavas, no podía competir en un plano académico con la operística de Sarah Vaughan o la torrencial de Ella Fitzgerald; pero como todo gran artista, Billie Holiday supo convertir sus carencias en fortalezas. Suplió esta limitación vocal con un manejo del vibrato delicadísimo, siempre en el filo, a punto de despeñarse, un vibrato a la vez de acero y de terciopelo que parece no solo frágil sino a veces casi inseguro, pero que infalible, milagrosamente alcanza la médula de la melodía como el arquero más certero el centro de la diana: una magia similar a la trompeta de Miles Davis. Y en segundo lugar, es el uso del fraseo y el ritmo lo que diferenció a Billie Holiday del resto. Si es la mejor vocalista de jazz —y lo es—, se debe a que es la vocalista más específicamente de jazz, la que supo incorporar a su voz los elementos que manejaban los instrumentos solistas fundamentales, trompetas, clarinetes y saxofones. Se fijaba más en las frases de Louis Armstrong o de Lester Young que en los colores sonoros de sus pares cantantes, y así desarrolló un instinto rítmico (el instinto en parte también se aprende) inédito hasta entonces, abierto en todo momento a la sorpresa. Cuando BH recita una canción —el verbo es de Capote—, la voz va siempre un punto por detrás o por delante del compás, como acechándolo, en una especie de juego del ratón y el gato, creando una especie de swing más allá del swing que embruja y tira de un oyente que no puede evitar sentir que algo se le escapa, y cuando se quiere dar cuenta ya ha llegado el final de la canción. El de Billie es un discurso de intersticios, de huecos, de sugerencias; ninguna vocalista interactuó con la banda que la arropaba como hizo ella; improvisaba una frase de respuesta a la intervención del trombón, hacía un guiño vocal al riff del piano… Nada de la tradicional estampa de la diva delante y el resto de músicos como meros comparsas. El jazz es algo orgánico y cómplice, y Billie Holiday supo entender esto desde que, apenas cumplida la mayoría de edad, se plantó delante del micrófono por primera vez y abrió la boca y el alma.

(La sombra del ciprés, 2/5/2015)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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