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Eduardo Roldán

ENFASEREM

La rara belleza

La anárquica bulimia de quien recién ha descubierto una pasión y se zambulle en ella presenta algunas pegas; no es la menor que el conocimiento se adquiere a tropezones, dejando por el camino lagunas que más tarde dificultarán el avance y casi con seguridad obliguen a retroceder. Pero tiene también una ventaja: que uno no carga con el lastre de los (pre)juicios ajenos. Simplemente se deja orientar por el azar y por ese otro azar interno que es la intuición, y lo que recibe lo recibe con igual avidez e igual distancia. Cierto, de este modo se puede encontrar con descubrimientos que no valen nada o muy poco, que si hubiera atendido a los juicios fundamentados se habría ahorrado unas buenas noches en vela, pero si da con algo que le llega, la revelación es mucho más medular, el deslumbramiento mucho más cegador y la fidelidad mucho más duradera.

El jazz es uno de los terrenos más propicios para el ejercicio de la pasión sin brújula. Al que se inicia en el jazz le caen nombres encima como ranas bíblicas, y así se ve forzado a discriminar si no se quiere ver ahogado en verde y babas. Si opta por adoptar un mentor en la distancia (un libro o diccionario con las grandes figuras y escuelas), casi seguro elija el criterio cronológico; si se deja llevar… Si se deja llevar a lo mejor se topa con el raro nombre de Ornette antes de tiempo, y sea capaz de escucharlo sin cera informativa en las orejas. Y entonces no es imposible que sea para siempre.

La cera informativa y la cera de buena parte de la crítica sigue hoy, seis meses después de su muerte, barnizando el nombre de Ornette Coleman, si bien nadie lo diría a la luz de casi todas las necrológicas publicadas entonces, asépticas y distanciadas como una ecuación matemática. (La necrológica no es un género que se preste al subjetivismo, o eso aseguran los manuales de estilo, pues la muerte reciente tiende un velo de respeto y quietud que ha de ser acatado. Pero eso no es respeto sino gazmoñería o hipocresía, y si la obra del finado nos irrita hay que decirlo, y por qué, igual que se diría que Pol Pot fue un genocida y no solo un >.) Para un no iniciado resulta muy difícil concebir hoy, en un mundo donde la controversia más grave dura cuarenta y ocho horas máximo, el seísmo que la aparición de Ornette produjo en el que, en teoría, es el más abierto y libre de los entornos artísticos, aquel que celebra la espontaneidad con más fervor que ningún otro y que de hecho hace de ella su razón de ser. Armado con un saxofón de plástico blanco, Ornette bien podía haber llegado de Saturno que no habría sido recibido con afectos menos viscerales y encontrados. Lo tacharon de fraude. Lo tacharon de terrorista. Lo tacharon de trilero. Por suerte un puñado supo ver que ningún fraude podía tener esa capacidad de inventiva, ni ningún provocador de oficio esa integridad artística: que la belleza, sí, es algo raro. (El que en este puñado se encontrasen músicos —John Lewis, Leonard Bernstein— cuyas propuestas se hallaban en teoría en el otro extremo de la de Ornette no hace sino confirmar que en música las etiquetas de géneros son como los marcos de un cuadro: el marco puede variar pero lo que cuenta es lo que queda al margen del marco.)

De a poco, Ornette fue siendo tolerado y más tarde respetado incluso —no tanto celebrado—, si bien el núcleo de los fundamentalistas de las formas adquiridas —un núcleo no menor— ha permanecido irreductible en su atrincheramiento. Lo cual resulta incomprensible, o solo comprensible desde la cera auditiva. Pues el terrorismo que perpetró Ornette —la abolición de las estructuras armónicas preconcebidas sobre las que improvisar— no fue sino el siguiente paso lógico en la evolución de un estilo, el be-bop, que había extenuado la fórmula. Con esta abolición Ornette logra condensar la música en lo que es su unidad básica, aquello de lo que nunca se puede prescindir, su esencia irreductible: la melodía (que implica armonía y ritmo, por supuesto, pero que es algo más). Ocurre que la melodía desnuda al solista: sin el arnés armónico no se puede recurrir a los clichés cuando la inspiración desfallece, y el solista se puede sentir intimidado. A Ornette lo rechazaron en gran medida por envidia, porque su imaginación melódica parecía no tener fin —decir que se limitaba a tocar notas al tuntún es como decir que Pollock daba brochazos por llenar la tela—. No otra razón se me ocurre. Cualquiera que haya escuchado Lonely woman o Una muy bonita o el solo de Morning song no puede dejar de admitir la belleza, extraña, turbadora pero incontestable, que esas melodías poseen.

También belleza inagotable, capaz de recibir al oyente en cada nuevo acercamiento con una sorpresa, con un guiño, por mucho que aquel crea que las conoce nota a nota. Pero es que la memoria del corazón funciona de otro modo.

(La sombra del ciprés, 20/2/2016)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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