Panteísmo sonoro —martes 12
Recién cumplidos los 80 se presenta Hermeto Pascoal en Valladolid para hacer arrancar la edición 2016 de Universijazz. La barba más blanca, menos tupida, igual de rebelde; también el entusiasmo y la curiosidad siguen intactos. Si alguien dijo de Mozart que la música era su lenguaje materno, de Pascoal cabe decir, por emplear otro tópico no menos manido, que es el aire que respira. Solo que tampoco es un tópico, pues la apertura de Pascoal al infinito mundo de los sonidos no descansa, es una antena en perpetuo parpadeo, un gran agujero negro —o albino— dispuesto a recibir y hacer uso de cualquier sonido que el azar y la naturaleza tengan a bien presentarle. A su propuesta musical le ha dado el nombre de >, y si aquí volvemos, al menos de entrada, a incurrir en otro tópico —la música como lenguaje universal—, tampoco en este caso el tópico es tal, pues que > trasciende en la música de Pascoal el sentido geográfico que se le suele dar a la expresión. La música de HP es universal no por la capacidad para emocionar por igual a un japonés que a un guatemalteco —esto lo puede conseguir tanto una seguiriya de Jerez como una sonata barroca—, sino porque no se ciñe a recipiente alguno, o más bien adopta el recipiente que mejor le cuadre según la ocasión. Puede tratarse de una sinfonía con elementos electrónicos, de un tema de jazz para trío clásico de piano, bajo y batería, de una pieza de duración indeterminada para cuerda en la que como percusión mete cencerros, tazas de té, hojas de palmeras, cualquier cosa que produzca el sonido deseado, y si no hay cosa que lo produzca, se la inventa. Esto no es una manera de hablar; HP no solo toca más de cincuenta instrumentos —y por tocar no se entienda tontear: es un intérprete consumado en muchos de ellos—, es que también los diseña, como una suerte de Leonardo acústico, y así poder acceder a y disponer de esos sonidos que solo él oye. Sea cual sea el recipiente y los elementos elegidos, la más destacable cualidad de la propuesta de Pascoal es su hipnotismo, la capacidad para arrastrar al oyente y a la vez de exigirle que se abandone, que resigne las defensas de la costumbre.
Pero quizá mayor prueba de esta insaciabiliad musical se halle en su faceta de compositor; compositor perpetuo —ni él mismo sabe la cifra de las obras que ha firmado, se estima que en torno a 4.000— y reconocido —las han grabado desde la Filármonica de Berlín hasta Miles Davis—, HP se propuso, como Neruda con los poemas, escribir un tema musical cada día durante un año, y no solo se lo propuso sino que lo llevó a cabo: el resultado, Calendario do som (Calendario del sonido), es más que probable constituya la mejor síntesis del abrumador legado del músico brasileño.
En Valladolid se presenta con la formación de septeto que lo viene acompañando en los últimos años, con la presencia de Aline Morena, su esposa, en el apartado vocal. ¿Qué puede esperarse del concierto? Si algo se desprende de la filosofía de Pascoal es que ante el arte lo mejor es no esperar.
Cuarteto impar —miércoles 13
De la excepcional generación de músicos que surgió a principios de los 90, hoy dominadora de la escena internacional, y que alguien bautizó como jóvenes leones —Brad Mehldau, Christian McBride, Kurt Rosenwinkel, Roy Hargrove, Brian Blade, por mencionar solo primeras espadas de instrumentos distintos—, Joshua Redman (saxos tenor y soprano) fue uno de los más rápidos —y hablamos de una quinta especialmente precoz— en asentarse como líder de grupo. Las dos primeras grabaciones bajo su dirección —el homónimo Joshua Redman y Moodswing— datan del 93, cuando aún no había cumplido los 25. Alguien que no haya escuchado nunca a Redman y se ponga estos discos es probable que no dé crédito a los créditos —biográficos— después de la audición. Nos hallamos aquí ya ante un músico con una personalidad si no forjada, pues el músico de jazz no deja de forjársela, sí plenamente afirmada: JR transmite una madurez insultante, una sabiduría que va mucho más allá del dominio armónico o la destreza instrumental, el tipo de sabiduría que en teoría solo se consigue con muchas suelas desgastadas de club en club y muchas tarimas fatigadas. (Una muestra ejemplar de esta sabiduría confiada la puede encontrar el interesado en el duelo de saxofones que Redman, como Lester Young, y James Carter, como Ben Webster, mantienen en la película de Robert Altman Kansas City, donde JR destroza el exhibicionismo volcánico de JC sin despeinarse.)
Los siguientes discos de Redman, hasta el giro eléctrico que dará en el 2002 con la Elastic Band, insisten en explorar la formación clásica de cuarteto —con el añadido ocasional de una guitarra—. Es este el formato con que acude a Valladolid, arropado por una sección rítmica de auténtico ensueño, a la que el calificativo de acompañante resulta tan insuficiente como si se le aplicase a un perro lazarillo. Kevin Hays (piano), Joe Sanders (contrabajo) y Jorge Rossy (batería) podrían haber sido incluidos en la azarosa lista que abre estas líneas sin menoscabarla en absoluto; Hays y Rossy llevan ya muchos años liderando sus propios grupos, y se entienden con Redman —en especial el pianista, lugarteniente en varios de los discos aludidos— como el arquero zen se entiende con la diana. Es de celebrar especialmente la presencia de Jorge Rossy a los parches, tambores y platillos, tras el abandono —mejor: el aparcamiento— del instrumento en favor de las ochenta y ocho teclas que tuvo lugar alrededor del año 2000. Uno aplaude la valentía del artista inquieto por transitar nuevos caminos, pero también, como aficionado egoísta, hubiera querido de Rossy la misma proporción de grabaciones a la batería, por una razón sencilla: para este cronista se trata, ex aequo con Victor Lewis, del mejor batería de jazz del mundo, el heredero a la vez más genuino y más personal que haya dado Tony Williams.
Otra razón para asistir al concierto que es sin duda la gema del festival y que no solo el aficionado al jazz, sino cualquier inquieto por presenciar la creación espontánea de belleza no debería dejar pasar.
Leyenda viva —jueves 14
El probablemente más célebre retrato de la historia del jazz no es el del rostro de Chet Baker reflejado en la tapa del piano que tomase William Claxton ni el de Billie Holiday desgarrada ante el micrófono contra fondo negro que William Gottlieb, sino un retrato multifacial, una instantánea de grupo tomada en Harlem en 1958 y que constituye una suerte de árbol genealógico de leyendas del jazz: Charles Mingus, Dizzy Gillespie, Count Basie, Lester Young… Hoy solo dos de los retratados siguen vivos. Uno es Sonny Rollins. El otro actúa esta noche en Universijazz.
Benny Golson pertenece a esa promoción jazzística irrepetible que nació en el 1929, y ahí sigue, cargando con su Selmer de escenario en escenario como si acabara de lanzarse al ruedo, con el mismo entusiasmo, la misma humilde entrega. Porque en definitiva, qué otra cosa puede hacer. Como instrumentista, Golson pertenece a esa estirpe de elegidos que hace que lo difícil parezca fácil; con sedosa fluidez se mueve dentro de cualquier registro, salta de octava en octava, para, arranca, para y vuelve a arrancar, dibujando unas improvisaciones tan ricas en matices sonoros como en ideas, sin recurrir —o tratando de sortearlo en todo momento— al cliché, a la frase cómoda y útil para saldar el solo y hasta la siguiente.
Pero, siendo magnífico, no es la faceta de intérprete la que le ha asegurado un hueco en el Olimpo del jazz. Lo tiene porque además es el responsable de algunas de las más memorables melodías del género, composiciones que han sido y son tocadas por profesionales de estudio, estudiantes de conservatorio y diletantes de salón, y que seguirán: la inquietante, sobrecogedora I remember Clifford; la no menos sobrecogedora, aunque con un barniz de esperanza final, que es Whisper Not. Además Golson ha compuesto y arreglado para la televisión —algunas míticas series que cuentan con su magisterio son MASH o Misión Imposible—, y si a estas alturas a alguien todavía le queda alguna duda de su condición de leyenda viva, baste recordar que Steven Spielberg quiso que obtener el autógrafo del saxofonista fuera el objetivo a conseguir del personaje de Tom Hanks en La terminal, donde la foto aludida al comienzo de estas líneas es el macguffin que enciende la trama.
Hoy la leyenda se verá acompañado por el exquisito Joan Monné al piano y los tan fiables como sugerentes Ignasi González al contrabajo y Jo Krause a la batería. Formidable rítmica que con seguridad insuflará un nuevo aliento a las inmortales composiciones del repertorio golsoniano. Un repertorio que el no iniciado puede disfrutar sin dificultad; además de lo dicho, la propuesta musical de Golson funciona muy bien como toma de contacto con el jazz: si al no iniciado no le entra Golson, es mejor que lo deje y se ahorre tiempo, pero si le entra, casi seguro le entren también ganas de probar propuestas más exigentes. Y solo por esta posibilidad merece la pena no perderse la visita de la leyenda.
Emoción acorchada —viernes 15
Se ha decidido despedir la decimoquinta edición de Universijazz con una propuesta en las antípodas de la del arranque: no espere el espectador encontrar filos aserrados, requiebros; no espere que lo pillen en fuera de juego, que el culo se le remueva en el asiento por rechazo o entusiasmo. No espere, en una palabra, que le alcance —ay— el aguijón de la sorpresa. La mayor que puede llevarse es comprobar lo muy bien que se conservan los integrantes del quinteto Spyro Gyra (Jay Beckenstein, fundador de la banda, líder y compositor principal, a los saxos; Julio Fernández, guitarras; Tom Schuman, el otro miembro original del combo, a los teclados; Scott Ambush, bajo eléctrico, y Lionel Cordew, a la batería y percusiones), grupo canónico de esa rama que se dio en llamar ‘smooth’ y que constituye la más prescindible del frondoso árbol del jazz.
Smooth se traduce por ‘suave’, y si el sentido que le damos al término no tiene por qué suponer una connotación peyorativa, al adosárselo al sustantivo jazz deslava a este, merma en gran medida los rasgos que le hacen atractivo y lo distinguen. Cierto, en el smooth jazz hay improvisación y hay swing, pero el riesgo que se toma en aquella es escaso y la vibración que genera este casi nula. Smooth ha de tomarse pues como sinónimo de liso, de sin aristas, de limpio y aletargado, sobre todo de indistinto. Y aquí radica el mayor reparo; si el jazz se caracteriza por algo —al margen del binomio formal improvisación/swing— es por potenciar la personalidad del intérprete, su, para bien o para mal, idiosincrasia, las cimas y valles de su voz. Un aficionado no necesita más que unas pocas frases de Brad Mehldau o John Coltrane para identificar casi con total certeza quién es el responsable de las mismas, aun cuando haya pillado el tema en la radio a la mitad y no lo hubiera escuchado nunca; en cambio, cuando uno pilla un tema de smooth jazz resulta muy difícil que la frase le remita a alguien, salvo tal vez si viene soplada por Kenny G, pero en este caso no porque la personalidad suponga algo positivo sino a rechazar: la saturada cursilería de G al soprano es inconfundible, pero en el sentido en que lo pueda ser una flor de Georgia O’Keeffe. Por lo general, en el anodino territorio del smooth jazz las propuestas resultan intercambiables sin mayor pérdida. Lo cual no quiere decir que nos hallemos ante instrumentistas limitados: muchos de los inscritos al género o pseudogénero son auténticos virtuosos, aunque virtuosos superficiales; por suerte o por desgracia —según para quién—, la música no es solo cuestión de dedos veloces o pulmones infatigables; sin duda los dedos y los pulmones hay que trabajarlos y es necesario dominarlos, pero una vez dominados el siguiente paso es olvidarlos: la música es lo que queda después de los dedos o los pulmones, no en ellos.
Música pues de balneario o sala de espera, música de intensidad tibia y emoción acorchada, música que no hace daño pero tampoco gratifica, un tanto empalagosa, no es imposible que más de un espectador abandone el concierto de esta noche antes de su conclusión.
(El Norte de Castilla, 12-15/7/2016)