Gay Talese lo redujo a la categoría de mero mortal: un vulgar resfriado podía despertar las dudas en el ídolo; Sinatra, capaz de sobrevivir a madrugadas de resacas abismales, a espirales de depresión cíclica, a abogados de traje a rayas, histerias de amantes, amenazas de esposas, dossieres del FBI, a la amistad con Sam Giancana, a la con JFK, a la Comisión del Juego, tenía también su talón de Aquiles: si a Sinatra le fallaba la garganta y se veía obligado a cancelar el concierto, todo el imperio que de él dependía se podía deshacer como una herencia inesperada en una ruleta de Las Vegas. Porque si su vida fuera del escenario causaba escándalo general e izaba ladridos en contra, al cabo se le justificaba lo que fuera porque siempre, como hasta el más íntimo enemigo tenía que reconocer, con un micrófono en la mano Frank se entregaba por completo. Encarnaba como nadie eso que Bogart llamaba <<un profesional>>, el elogio más grande en la boca del actor. Que no supiera leer música no importaba: la llevaba inscrita en el alma, aparte de dedicarse a ella con la devoción perfeccionista del sacador de tenis. Él solo se bastó para revitalizar el swing en el pop, y su incontestable autoridad artística era admirada desde los tenores clásicos hasta Jim Morrison o Bono. Apodado ‘La voz’, adoptó sin embargo My Way como lema. Hay quienes se inclinan por el Sinatra-voz y quienes por el Sinatra-estilo. Me parece una oposición falaz; el barítono de la voz puede oírse en algún concursante de operaciones televisivas, pero similar tono se encuentra a galaxias de la seducción, la fuerza y la capacidad de conmover del crooner de Nueva Jersey.
Hoy Sinatra ardería en la hoguera digital e hipócrita de la masa de justicieros sociales que son incapaces de separar el arte de la biografía. Y a él le seguiría dando igual, porque al cabo, cuando llega la muerte, el único juez con todas las pruebas en la mano es uno mismo. Y a ese juez mentirle no se puede.
(El Norte de Castilla, 17/5/2018)
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