Mientras en Madrid los ventrílocuos del poder se han pasado la pelota de los propósitos medioambientales durante más de dos semanas para terminar llegando al mismo puerto del que partieron, solo que más cansados —y acaso más convencidos de la inutilidad de los propósitos mientras el capital del carbono no se avenga a las directrices de la ciencia, y por qué iba a hacerlo si le implicaría limitar beneficios—, en localidades mayormente pequeñas de todo el mundo —al menos del mundo que puede permitirse tener desperdicios industriales—, los niños han encajado, pegado y pintado botellas y tapones de plástico para, bajo las miradas y con la ayuda de mamás, abuelas y voluntarios, armar abetos de Navidad y otros adornos con que iluminar las calles y los rostros (de dentro afuera no menos que de fuera adentro) y de paso ahorrar en energía, donar lo ahorrado a los más necesitados y dar ejemplo involuntario a los ventrílocuos, si es que a esas alturas llegan noticias de ras de suelo.

Estas iniciativas populares tienen todos los ingredientes de un cuento dickensiano, la ocurrencia original, los obstáculos insospechados, el empeño por superarlos, la casi renuncia y el envión final que lleva al éxito, a la luz. Ocurre que el cuento termina aquí, con la comprensión del ventrílocuo de su conducta dañina y su determinación por revertirla, mientras que en la realidad los tubos no dejan de emitir carbono ni las temperaturas de subir, cada año un nuevo máximo. Y es que la iniciativa popular resulta tan admirable como ingenua y, en un sentido materialista, poco útil. Con que EEUU o China quisieran mover uno de sus meñiques un centímetro las consecuencias serían mucho más efectivas y duraderas. Pero la escasa utilidad real no ha de suponer un desdén por la iniciativa, al contrario: es precisamente la inutilidad lo que le concede dimensión ética y simbólica, valores no medibles pero que nos hacen humanos, y por tanto a salvar también con estas multicumbres.

(El Norte de Castilla, 19/12/2019)

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