El de vicepresidente es un cargo difuso, vaporoso, que casi se diría demanda la condición de vaguedad. Nadie sabe hasta dónde llegan sus funciones, ni cuáles son estas; como el actor sustituto, sirve para estar ahí, aparece solo en escena si la estrella del cartel se rompe una pierna al saltar a las tablas o se pasó con el whisky la noche anterior (también en esto Alfonso Guerra fue un <<verso suelto>>).
Ahora Joe Biden, de nombre tan sin aristas como el cargo que desempeñó por ocho años, se encuentra de pronto con todos los objetivos apuntándolo. ¿Qué se puede esperar de él? Decir que <<bueno, peor que Trump no lo puede hacer>> no es decir mucho; peor que Trump no lo podría hacer, probablemente, en un segundo mandato ni el propio Trump. Y tampoco el alivio de no ser Trump justificaría estirar el margen de confianza —o al menos de duda— que a todo presidente electo se le debe conceder. Biden lleva fogueándose en el Capitolio por más o menos medio siglo, política exterior, cobertura sanitaria, organización judicial… Es —nadie se lleve a engaño— en esencia un conservador (en términos europeos); la semana que viene le caen 78, y con la edad al hombre, por lo común, tiende aun más a la conservación, física e ideológica. Pero si algo ha demostrado es, rasgo casi inédito en política hoy, la capacidad no solo de reconocer un error sino de cambiar activamente de postura. Esto, y una energía desmedida, capaz acaso de agotar a los licenciados recién horneados de la Facultad de Derecho de Harvard que tendrá por consejeros, hace albergar cierta esperanza. No se trata de estirarle el margen, pero tampoco de achicárselo de entrada.
(El Norte de Castilla, 11/11/2020)
@enfaserem