Pocos años después de que Ahmad Jamal se decidiera a abrazar definitivamente el islam y cambiarse de nombre, el célebre crítico Nat Hentoff iba diciendo por ahí, a quien quisiera escucharlo, que el de Pittsburgh no era más que <<un pianista de cóctel>>. Jamal había irrumpido en la escena jazzística con una concepción que escapaba de la entonces instalada hasta suponer una reconvención indirecta de la misma —aun cuando Jamal no tuviera en absoluto tal intención—. Sí, formalmente la propuesta a trío de Jamal (piano acompañado de guitarra y contrabajo, sin batería) no era inédita: había tenido el precedente, en los 30 y los 40, del trío de Nat King Cole —curiosamente, Jamal comenzó a hacerse un hueco el mismo año, 1951, en que el trío de Cole se disolvió; así que puede verse como una entrega de testigo—; lo que sí era inédito era la manera de enfocar la interpretación. Jamal y Cole compartían la sutileza, pero el trío del segundo era, a fin de cuentas, una voz directriz más dos acompañantes; sin ser meras comparsas, y disponiendo de tiempo para expresarse, no dejaban de estar en segundo plano. Este primer trío de Jamal —<<el trío de cuerdas>>, con Ray Crawford a la guitarra e Israel Crosby al contrabajo— sonaba más orgánico si cabe que el de Cole, y tenía una concepción global, en la que el diálogo, la interacción entre los tres instrumentos, aun con la presencia primera del piano, era mucho más igualitaria, trascendiendo el esquema clásico de solos sucesivos. Concepción que a partir del 59 Bill Evans desarrollaría hasta el extremo; por entonces, sin cambiar en absoluto el enfoque —en realidad ahondando en él—, Jamal había sustituido la guitarra de Crawford por la batería de Vernel Fournier. Lo que no había cambiado era la apreciación de la crítica.
¿Qué se le achacaba a Jamal? En síntesis, la falta de filo, la escasa pimienta que había en sus rendiciones, habitualmente de estándares que, en efecto, podrían sin empacho formar parte del repertorio de un pianista de cóctel. Tuvo que ser Miles Davis —no precisamente la persona más dada al elogio gratuito— quien saliera en defensa de Jamal con un fervor como no volvería a demostrar. (Alguien dijo que un genio solo puede ser descubierto por otro genio, y este es un buen ejemplo de la verdad de la frase).
Tras la vindicación del trompetista, los críticos comenzaron a prestar más atención, y de a poco a rendirse ante la evidencia (decir en favor de Hentoff que no tuvo ningún empacho en admitir que estaba errado por completo). La combinación única de los rasgos del pianismo de Jamal les comenzó a seducir como un mandala abstracto. El más evidente, y que Miles exprimiría como nadie, era el manejo del espacio, el uso del silencio como parte integral, generatriz del discurso musical, componente inseparable y enriquecedor de las notas tocadas. En los antípodas de un Oscar Peterson, Jamal exponía frases oblicuas, de recorrido sucinto, de apariencia inconexa pero que, tomadas en conjunto, pintaban un lienzo de una originalidad fuera de serie, donde encontrar un cliché —ese recurso al que tarde o temprano se ve abocado, aun inconscientemente, casi todo improvisador— resulta tan difícil como encontrar hielo en el Sáhara. Este discurso minimalista alcanza toda su fuerza gracias a un manejo magistral de la dinámica pianística: Jamal era capaz de pasar del piano al fortissimo con una soltura extraordinaria, así como de hacer uso con igual seguridad de las 88 teclas; a diferencia de tantos pianistas que se acotan en gran medida al registro medio y medio-agudo del teclado, Jamal exploraba el piano cual orquesta, el completo abanico de sus voces. Este uso de la dinámica puede darse no únicamente dentro de un solo, sino también dentro del tema; no es infrecuente que tras una intervención —con su propia gama de recursos— venga otra que contrasta con ella, pero no como mera oposición o yuxtaposición, sino como complemento —y ello a la vez que conversa con el contrabajo y la batería—. Todo lo cual, según se ha señalado, dé acaso una impresión de discurso deslavazado, pero hay que insistir en que tal es solo la primera: con el oído alerta uno se da cuenta de la prodigiosa capacidad espacial de Jamal (hemos hablado de lienzo; habría quizá que hablar de esculturas sonoras).
Y este obstáculo es el rasgo esencial que sí compartía Jamal con los pianistas de cóctel, que muy pocos les escuchan y están ahí, en un rincón de la sala, como poco más que muebles sonoros. A lo cual —cabe suponer— los pianistas se resignan, va con el oficio, pero no por ello deja de afligir, siquiera un poco. Gracias a su arte uno, aunque no lo perciba, se siente más tranquilo y la bebida le sabe mejor. Quizá no fuera mala idea brindar por el legado que nos ha dejado Jamal envueltos en las notas susurradas de estos creadores de consuelo.
(La sombra del ciprés, 30/9/2023)
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