La pregunta no debería ser si se puede pensar después de Auschwitz, sino en qué pensar después de Auschwitz. Quien tuvo la desgracia de pasar por allí es casi seguro que, de un modo u otro, no pudiera pensar en otra cosa. Quienes solo hemos conocido la barbarie a través de testimonios ajenos sí disponemos del beneficio del olvido o la elección; lo cual no quiere decir que solo quien haya conocido Auschwitz en propia carne tiene derecho a hablar de ello. De Hannah Arendt a Martin Amis, desde el ensayo o la ficción, la nómina de escritores que han alumbrado textos de gran valía sobre el poliedro del Holocausto no es desdeñable. El problema surge —y aquí toca acudir a don Immanuel Kant— cuando Auschwitz se convierte en medio y no en fin, cuando en lugar de explorar Auschwitz, de tratar de comprender Auschwitz, Auschwitz se utiliza como mera vía para (tratar de) alcanzar un efecto en el lector/espectador: el resultado es pornografía emocional. Así, hoy Auschwitz (el Holocausto) se ha convertido en un género literario (artístico), y en uno saturado, lo que inevitablemente diluye el Horror, lo hace más digerible en el peor sentido, y no produce reflexión sino lágrimas sin sal, que se secan por sí solas tan pronto se cierra el libro o se encienden las luces de la sala.
No es el caso de Paraíso. Para empezar, Konchalovsky se abstiene de mostrar montañas de esqueletos, crueldades gratuitas de los malísimos nazis, piras de zapatos o libros. El barracón del campo de exterminio donde está confinada Olga (Yulia Vysotskaya), uno de los tres protagonistas, no se muestra más que en planos medios o generales, sin subrayados de la precariedad de las condiciones; la celda donde está prisionera al arrancar, no desde otro punto que desde fuera y a ras de suelo, una puerta metálica más en una línea de puertas metálicas. Lo que cuenta es la interacción entre los personajes, las palabras y los gestos, las motivaciones que de estos se desprenden. Son personajes no delineados con escuadra y cartabón; el film está rodado en blanco y negro, pero poco hay de blanquinegro en el retrato moral. En cierto momento —en torno a los dos tercios de metraje—, Olga se lanza a los pies del alto mando de las SS Helmut (Christian Clauss), y le dice que por fin comprende, que el proyecto nazi tiene todo el sentido y que son superhombres y acabarán triunfando… Él la levanta sin contemplaciones y le escupe que deje de decir bobadas. No obstante, hemos visto actos de altruismo en ella —y más tarde otro aun mayor— y de verdadera fe en el nacionalsocialismo en él —llega a definirse, justamente, como superhombre—. O el tercer vértice del triángulo, Philippe Duquesne en el rol de Jules, colaboracionista francés, un funcionario banal que desayuna con su esposa, hijo y perro con la misma naturalidad con que firma sentencias de muerte u ofrece un visado a cambio de sexo.
Este dibujo del carácter de los personajes no tendría la fuerza que tiene de haberse empleado un enfoque estético distinto. Dos son los elementos que de inmediato destacan: el mencionado blanco y negro de la fotografía y el formato cuadrado de la imagen. La primera, por Aleksandr Simonov, merecería por sí sola un estudio en profundidad; filmada en 16 y 35 mm, baste decir que el aspecto de la imagen no desmerece al de Ida o La cinta blanca. No se trata, empero, de edulcorar la atrocidad a través de la belleza, sino de abstenerse del regodeo sádico que el color puede implicar; paralelamente, el formato cuadrado no es una decisión caprichosa: así los personajes parecen enclaustrados, limitados en su libertad —a lo que contribuye también la casi total ausencia de movimientos de cámara—, cuyo ejercicio solo les es posible en los estrechos márgenes que las circunstancias les imponen.
La otra gran idiosincrasia del film reside en su estructura narrativa. Esta se articula en dos partes cuyo nexo es Olga, y dentro de cada parte se alternan fragmentos en los que se despliegan la(s) historia(s) desde el punto de vista más usual, con la cámara como máquina que registra invisible los acontecimientos, con otros donde los personajes, contra un monótono fondo gris y sentados, se dirigen directamente a un entrevistador cuyas preguntas o comentarios no escuchamos. Puede pensarse que se trata de algún miembro del Ejército Aliado tras la derrota alemana, si bien hay indicios que contradicen esta sospecha, y solo con la lectura de los créditos finales se revelará la identidad del oyente, un giro in extremis que, si no arbitrario, acaso peque de ingenioso (valga la paradoja), y quizá el único, leve reproche que se le puede poner a la cinta junto con el de —también leve— los puntuales arañazos que aparecen en la imagen, que rompen la unidad formal sin aportar un mayor carácter documental, el propósito que cabe inferir de tal decisión.
En conjunto se trata de una obra que nos recuerda, si no otra cosa, que en arte siempre se puede dar otra vuelta a lo transitado, y así descubrir nuevas aristas, nuevos perfiles. Aun solo por ello ya merecería el visionado.
(La sombra del ciprés, 13/1/2024)
@enfaserem
Ficha del film
Ray (Paraíso)
Dir.: Andrei Konchalovsky
Ints.: Yulia Vysotskaya, Christian Clauss, Philippe Duquesne
Rusia, 2016, drama, blanco y negro, 130 mins.