El tema que coagula las doce piezas de Reportero es el poder en sus variantes política y cultural, con una nota peculiar que las aleja del habitual enfoque que se le da al perfil periodístico: la mayoría de los retratados —once hombres y una mujer— no se encuentra en el momento de mayor eco mediático, bien porque se le aborde después de ese momento, bien por su propio carácter, o bien porque la actividad desarrollada por el retratado se lleve mejor a cabo en la distancia, aun cuando sea una actividad comunicativa —la escritura de ficción, la dirección de un periódico de influencia internacional—. Todos los elegidos tienen pues un algo de crepuscular, de héroe que sabe que aunque le queda mucho camino por recorrer es probable que no vuelva a alcanzar jamás las cimas de excitación laboral que ya ha transitado.
A este tono crepuscular contribuye el que en las piezas se incluya una retrospectiva de la trayectoria del elegido, generalmente tras una introducción anclada en el momento en el que el encuentro se llevó a cabo. Es la estructura expositiva que ya utilizara Capote en 1957 para su perfil de Marlon Brando, y que aún hoy se demuestra tan efectiva como entonces. Así, al conjugar la exposición cronológica de la trayectoria con la observación presente, se dota a los hechos narrados de un peso que los trasciende, que los separa de la caduca actualidad sin que por ello el relato pierda la vitalidad de la noticia, el pulso de la inmediatez que es requisito imprescindible de todo buen periodismo.
No es ni mucho menos el único requisito que observa el director de The New Yorker. David Remnick es un reportero ejemplar, tanto desde una perspectiva deontológica como desde una perspectiva estilística —aunque una y otra sean en gran medida inseparables—. Para él una media verdad es siempre una mentira, pero la escrupulosa fidelidad al hecho no le supone un corsé para la crítica, que desliza en lugar de subrayar, manera mucho más efectiva; y cuando el retratado es alguien por el que siente una admiración profunda —valgan los ejemplos de Bruce Springsteen o el de su mentora en The Washington Post Katharine Graham—, tampoco deja que la admiración falsee lo que su agudísimo ojo —y oído— percibe. Escribir es en gran medida describir, y si hay un escritor que haya de respetar este principio, es sin duda el reportero, que necesita del detalle como el conductor de unos frenos seguros. La selección del detalle oportuno acaso sea la mayor fuerza de la prosa de Remnick: sabe bien que un detalle revelador dice muchas veces más que una ristra de enumeraciones. Sobre la vivienda de Al Gore: >. Sobre la manera de fumar de Netanyahu: >. Ya está, no hace falta más: en el primer caso nos derrumba la fachada del político como intelectual y en el segundo radiografía la personalidad del mantario con la luminosa elección del adjetivo. Este gusto por la palabra, por el giro a la vez sorprendente y exacto, que es uno de los sellos que diferencian al escritor del mecanógrafo, por usar la expresión del citado Capote, es medular en la prosa de Remnick, como queda patente en la conversación que mantiene con Don DeLillo sobre las cualidades de la escritura de Hemingway, antes la frase tersa que los toros y la caza: >.
Uno habría preferido que en algunas de las piezas Remnick se hubiera mantenido más al margen, que hubiera dado el cuadro sin aparecer él dentro, de modo que el texto se acercase más al perfil o retrato puro que a la entrevista, pero esto es una elección de género totalmente potestativa del autor, y no puede considerarse una deficiencia. Sin embargo sí pueden considerarse deficiencias de la edición en español descuidos de traducción como, entre otros, la elección de ‘propincuidad’ en lugar de ‘proximidad’, de > por > o de calificar a Newsweek de libro y no de revista.
Con todo, el mayor defecto del libro radica en la propia selección realizada por el editor de las veintitrés piezas que componen el original. No se entiende que se haya suprimido la pieza previa dedicada a Solzhenitsyn, y tampoco que metido de rondó la de Bruce Springsteen, que en sí misma es quizá la mejor del volumen, pero que rompe por completo la cohesión temática del mismo. Y sobre todo no se entiende que se haya suprimido toda la quinta parte del original, dedicada al boxeo —en la propia contratapa se alude a estos perfiles, para no incluirlos después—: pocas figuras más fecundas para el retrato periodístico que la del boxeador, y además con su inclusión se habría conseguido dar otra variante al tema del poder mencionado al principio, la del poder en el deporte. Acaso estas omisiones se deban a problemas de adquisición de derechos, acaso el editor español esté preparando un próximo volumen con los descartes.
Como sea, inútil es lamentarse de lo que pudo haber sido: mejor disfrutar de lo que sí es, porque es magnífico.
(La sombra del ciprés, 17/10/2015)