Que la palabra es un componente tan integral del cine como la iluminación o el encuadre no habría, tras casi noventa años desde la aparición del sonoro, de plantear demasiada discusión; si todavía queda un residuo, un nicho en la mente del espectador que considera que la narración cinematográfica ideal es la compuesta por la yuxtaposición de imágenes mudas, se debe en buena parte al paupérrimo uso que se hace hoy de la palabra en la mayoría de los títulos que llegan a las salas, mero vehículo expositivo para subrayar lo que ya hemos visto y quedado claro —con frecuencia más de una vez— o para adelantar lo que vamos a ver. Pero en realidad la palabra enriquece, también, la imagen muda; la posibilidad de la palabra, la presencia latente de la palabra en la imagen otorga al silencio otro peso, una mayor densidad, un valor que cuando por fin la palabra irrumpe, se culmina.
Pocos cineastas han explorado las posibilidades expresivas de esta tensión entre silencio y palabra, y logrado incardinarla en la imagen de manera más orgánica, que Jim Jarmusch. Desde el laconismo cotidiano de la reciente Paterson hasta la verborrea sedente de Coffee and Cigarettes o la plurilingüística de Noche en la Tierra, la palabra —y por tanto el silencio— se ha erigido en seña de identidad de su filmografía al punto de que en buena medida el resto de cabinas que conforman la noria de su propuesta —composición del plano, pulso del montaje— se disponen en función de aquella.
La palabra jarmuschiana es ante todo palabra poética. En el sentido de precisa y creadora; incluso en los filmes verborreicos, cada línea, cada inciso está ahí por un motivo, añadir un nuevo barniz al carácter del personaje, hacer avanzar el intercambio, asentar la escena. Si sus diálogos no tienen el eco que los de un Tarantino o un Shane Black, es porque prefiere privilegiar la expresión que al personaje le es más natural, aunque tal suponga sacrificar un jab verbal más fácilmente memorable. Lo cual no quiere decir que adolezcan de pegada, solo que se trata de una pegada menos evidente, valga la paradoja. Y es que el lenguaje poético naturalista no tiene nada que ver con limitarse a transcribir las charlas de autobús o el argot de los bajos fondos; el azar puede querer que una charla de autobús sea poética, pero la poesía surge cuando hay transformación, cuando hay artificio, y el que la transformación no se detecte con tanta inmediatez es prueba, justamente, de la habilidad con que se ha llevado a cabo.
Y es también palabra poética en el sentido de acústica: los ritmos, los acentos, las repeticiones juegan, además de en el semántico, en un plano autónomo puramente sonoro, en ocasiones tan relevante, si no más, que el semántico (motivo por el cual tiene prohibido que sus cintas se proyecten dobladas, pero en este tema Spain todavía is different). Entrañable ejemplo de este poder comunicador del sonido puro se da en Ghost Dog: El camino del samurái en la relación entre el asesino y el heladero, mejores amigos del mundo, capaces de mantener una conversación y mostrarse totalmente de acuerdo en lo que dicen sin tener ni pajolera de lo que está diciendo el otro, hablante de una lengua de la que nada saben; de hecho, es tal la sintonía que con frecuencia uno repite en su lengua lo que el otro le acaba de decir, y milagrosamente este recurso funciona con fluidez. No es el único ejemplo. A lo largo de una filmografía que alcanza la docena de ficciones, ha sido una constante en JJ el hacer que sus personajes se expresen en lengua materna, dando lugar a un fascinante mosaico auditivo que en Mystery Train y Noche en la Tierra tiene tanta importancia en el producto final como la composición interconectada de las historias o el uso del color.
De estos doce títulos, es en Solo los amantes sobreviven donde la poética de la palabra de Jarmusch más depurada —equilibrada— está. La cinta no es otra cosa, más allá de la subversión del género de vampiros, ejercicio al que JJ se ha entregado con frecuencia y éxito —Dead man es el western sin épica, Permanent Vacation el relato de maduración donde el protagonista termina tan verde como cuando empezó—, que un largo vagar de diálogos filmados. Dicho así no suena muy atractivo, pero el intercambio, donde el tema trascendente se mezcla con el prosaico sin solución de continuidad, fundiéndose muchas veces, está llevado con tal delicadeza que al espectador el tiempo se le evapora, y cuando llega el final solo quisiera pasarse escuchando al par de amantes al menos otro tanto.
(La sombra del ciprés, 14/1/2017)