Se presenta como independiente, y por una vez la etiqueta no suena vacía, el recurso de un candidato que no tiene las ideas claras y cuenta con escaso apoyo: más del 70 % del pueblo ha manifestado su intención de (volver a) respaldar a Putin, pero esto tampoco le ha trastocado el programa de acción: ha seguido a lo suyo, que es a lo que seguirá mientras siga en el cargo. No hay otro político que encarne con mayor precisión la noción de poder: en Putin el poder es alimento de la acción, herramienta antes que estado (lo que lo distancia del dictaduro o dictablando de turno, que no actúa sino que reacciona, y casi siempre mal), cafeína antes que miel. Putin es un soldado con traje a medida para el que cuestiones como la ideología o la ética son activos maleables; no es que no importen, pero no importan más que la acción a realizar. Solo existe una meta y esta es maximizar el bienestar de Rusia, reimplantar la Gran Rusia en el siglo XXI, tarea tan ingente que detenerse en nomenclaturas conceptuales —neoliberalismo, neoproteccionismo, neoautoritarismo…— para definir la gestión es estúpido, una pérdida de tiempo que bien podría emplearse en operaciones reales.
No ha de confundirse esta actitud con egotismo o arrogancia. Acaso Putin se vea como un elegido, pero sabe que en cualquier decisión, por mucho esfuerzo que uno le meta, hay factores que escapan al control; a diferencia de Trump, entiende que es ridículo creer que porque él piense una cosa esta haya de ser cierta, y así escucha a sus asesores; luego podrá o no hacerles caso, pero no le importa rectificar una postura personal si las circunstancias lo demandan. Si Putin no desdeña la democracia (o el tipo de democracia rusa) en favor de la dictadura estricta es porque la democracia le permite —paradoja solo aparente— llevar a cabo más empresas y en más planos. Mientras el pueblo, si acaso con dudas en las formas, prefiere hacer el avestruz y disfrutar de lo que esas formas le han traído.
(El Norte de Castilla, 15/03/2018)
@enfaserem