En contra del Evangelio de san Juan y de otros textos religiosos fundacionales, en el principio, en cine, no fue el verbo. En el principio fue la imagen, y la imagen lo fue todo hasta un cuarto de siglo más tarde de la creación del nuevo invento. Más aun: sólo con la década de los 30 comenzó a popularizarse el uso del sonido, y con él, en primer término, el de la palabra. La incorporación del verbo a la imagen en el cine supuso un avance tan cardinal como el de añadir un palo a la bayeta para formar la fregona; en realidad, constituye el único avance que ha afectado a la naturaleza expresiva del medio desde su creación, y bien pudiera dividirse la historia del séptimo arte en un antes y un después de El cantor de jazz. El color, el dolby, los efectos digitales, la imagen en HD o en 3-D, son lavados de cara, morenos, dietas, vistosas ropas de marca, meros embellecedores del invento que no aportan nada cualitativamente distinto. Pese a ello, todavía permanece en el inconsciente colectivo de una gran parte del público el residuo de considerar que una historia en la pantalla, si está bien armada, podría prescindir tranquilamente de su soporte sonoro sin perder nada sustancial en el camino y, en último término, que la película perfecta sería una película muda.
En no pequeña medida, han sido los críticos quienes más han hecho por fomentar esta creencia, acaso sin pretenderlo. La crítica cinematográfica adquiere su mayoría de edad, al menos en Europa, con la eclosión amarilla de los hijos de André Bazin. Todos quienes han o hemos escrito de cine después seguimos bebiendo de los principios de la “política de autores”, hawksiana, que promovieron desde las páginas de Cahiers du Cinéma Truffaut y los demás. El problema es que no siempre se han transmitido los principios de la manera adecuada, o el lector no ha hecho la adecuada lectura. Al identificar casi en exclusiva la realización de un filme con el nombre del director, se ha extendido la creencia de que un director es más autor cuanto más se note su presencia (y en gran medida tal es defendible), y de que esa presencia no es otra que la presencia de la cámara (lo que no es defendible en absoluto). De ahí la asimilación del cine a “arte de la imagen”, entendida ésta como mero contenedor visual.
Contra este reduccionismo se levanta Eric Rohmer desde las páginas de Cahiers en un artículo magistral en su profundidad y sencillez (Rohmer es el Borges de la crítica cinematográfica), Por un cine que hable, donde defiende la directriz que en buena medida va a informar esa otra suerte de artículos que serán sus filmes: la palabra no como añadido sino como elemento constitutivo, integral de la imagen, con la misma importancia que la luz o la elección del encuadre, y tan relevante en la formación del relato fílmico como la planificación o el montaje. Esta apuesta, quizá la más visible – la más audible -, por dar a la palabra la importancia que le corresponde, no era sino una de las aristas de otra apuesta mayor: la de trasladar la poética de la vida a la pantalla. En esta búsqueda por aproximarse a la poética del mundo – a la poesía ínsita en cada cosa –, el cine de Rohmer, sobre todo desde La rodilla de Claire, irá depurando más y más la presencia de la cámara, tratando de diluirla en lo filmado, en un viaje progresivo por alcanzar el ideal imposible de una cámara “absolutamente invisible”, como él mismo confesó, lo que, según hemos visto en la creencia generalizada, le apartaría de inmediato de la condición de autor. Nada más lejos de la realidad. Si hay un cineasta identificable, ése es Rohmer; bastan unos minutos de cualquiera de sus cintas para saber a quién se deben. (En España tenemos un alguien cuya mirada es capaz de arrancar la poesía de los objetos, de lo cotidiano mil veces visto, como quizá ningún otro tras la muerte de Rohmer: Víctor Erice, pero no hace películas o no le dejan.) El prosaísmo que se le ha reprochado a Rohmer carece pues por completo de sentido; no hay sólo una vía para alcanzar la poesía en cine, ésta no ha de identificarse sólo con una supuesta “poesía de la cámara”; puede también revelarse en pantalla con la simple – que no simplista – recreación de la realidad, o con la recreación de una realidad aparente pero medida, pensada y pesada.
La búsqueda rohmeriana, realizada desde la más profunda honestidad, rigor y – me atrevería a decir – modestia, se plasma en una filmografía de extraordinaria coherencia, no sólo en su concepción sino en su elección temática. Los Cuentos morales, los Cuentos de las cuatro estaciones, las versiones de los clásicos literarios medievales, consisten fundamentalmente en la espeleología de un puñado restringido pero inagotable de temas, de los que Rohmer, como si girase un prisma bajo el sol, obtiene cada vez un reflejo similar al anterior pero siempre nuevo, siempre sorprendente y enriquecedor. Por esta clasificación en grupos, se ha hablado de una filmografía acotada en series. Aunque a mí, más que un cineasta de series me parece un cineasta fuera de serie.
(La sombra del ciprés, enero de 2010)