Igual que en cierto momento de su vida Valle Inclán adopta unos botines blancos de piqué como calzado insignia, hay un momento capital en la de Cortázar en que decide dejarse la barba. Es la última flecha contra la rutina de la mirada ajena, un grito de pelo prehistórico por el que implanta en el propio rostro la escritura sin arnés y la vida sin mañana que lo formaban por entero. Esta libertad al borde de la anarquía que aparentemente caracteriza la escritura de Cortázar desde sus comienzos se ha confundido no pocas veces con falta de método, como si el escritor argentino se moviese únicamente por ráfagas de inspiración más o menos duradera, y con una cierta autocomplacencia que le llevaba a plasmar en el papel, y a publicar después, la primera cadena de ocurrencias que le hubieran venido a la mente. Cortázar es uno de los autores más pródigos en malentendidos, y éste le ha acompañado desde siempre, sospecho que en gran medida fomentado por el peso enorme que el personaje público suponía para el escritor, inevitablemente privado. Pero una lectura atenta de su obra crítica, en especial de ese meteorito contra los principios académicos asumidos que es Teoría del Túnel y de esa larguísima carta de amor que es Imagen de John Keats, nos revela el rigor de luna, el verdadero rostro de un escritor – con o sin barba – que entendía la literatura, simple, medular y abisalmente, como “algo que cuesta la vida”.
A los 25 años de su muerte, el Cortázar activista ha velado en gran medida al Cortázar escritor, como si literatura y compromiso político fueran necesariamente excluyentes. La afirmación precedente y otras similares demuestran la inconsistencia de tal malentendido. Cortázar fue un gran conciliador de contrarios, de esos compartimentos artificiales que nos creamos quizá en un intento errado de ubicarnos o de adquirir algún tipo de certeza, la poesía y la novela, los cigarrillos y el tabaco de pipa, Louis Armstrong y Charlie Parker. Y así la política y la literatura.
Sea como fuere, se tenga hoy más presente al Cortázar activista que al escritor o a la inversa, al primero sólo se le comenzó a prestar atención por los logros que con antelación había alcanzado el segundo, por las letras que, con barba o sin ella, había previamente estampado en esos miles de folios que formaban la copa del árbol de su por entonces ya frondosa obra. ¿Impide la exuberancia de esa copa apreciar en su justa medida los matices, las rugosidades y los brillos de ramas y hojas singulares? Cortázar, como todo grande, pese a su continua búsqueda en pos de nuevas formas de narrar (a él le encaja como un guante el calificativo de “perseguidor” con que bautizó a su Johnny Carter), no escapa a este peligro. La de Cortázar es obra alérgica a los géneros, y ahí, junto a su volumen, nazca quizá el barniz uniformador que por rutina ruinosa se le aplica; pero esto no puede ocultar el hecho de que, en definitiva, un cuento es un cuento, y además no todos los cuentos el cuento ni todas las novelas Rayuela con variaciones. Cada cual tiene su particular perfume, su sabor propio, y por otro lado el discernirlos ayuda a multiplicar y hacer más duradero el placer que proporcionan.
(El Norte de Castilla, febrero de 2009)