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Eduardo Roldán

ENFASEREM

La voz de Marlowe

El azar ha querido que dos aniversarios redondos, literarios y a la vez nostálgicos y actualísimos coincidan en el calendario, el nacimiento del casi seguro más célebre detective que las letras dieran en el siglo XX – 70 años – y la muerte de su creador – medio siglo. Digo actualísimos pues, desde que Raymond Chandler pusiera el punto y final a Playback, la última, más dolorosamente crepuscular aventura de Marlowe, los ecos de las siete novelas por éste protagonizadas no han dejado de resonar, generando en los mejores herederos melodías con voz propia y, en el resto, cancioncillas machaconas que una vez escuchadas nos dejan sólo la sensación de hastío repetido u oportunismo, de haberse quedado sólo en la superficie de las siete y, pese a la escasa profundidad, haber naufragado. Ocurre siempre. Las obras maestras están para abrazarlas y dejar que nos influyan, pero para dar un abrazo también tiene uno que poner algo de su parte.  Así, a rebufo de las coincidencias del azar, RBA echa el resto en su excelente colección de Serie Negra y publica en un solo tocho de casi 1.400 páginas las aludidas novelas de Marlowe – El sueño eterno; Adiós, muñeca; La ventana alta; La dama del lago; La hermana pequeña; El largo adiós, y Playback – más los relatos El confidente y El lápiz. La iniciativa, obviando las evidentes – y legítimas – motivaciones económicas de la editorial, que si ha echado el resto es porque pretende llevarse la mano y quizá la partida, cabe considerarse de entrada uno de esos raros motivos de gozo que, al cabo, quizá terminen convirtiéndose en una carga para la conciencia y para la estantería, pues la mejor manera de no leer a un escritor es que te regalen sus obras completas. El lector no iniciado que desee, todo buena voluntad, emprender de la mano de Marlowe la exploración de Los Ángeles, que como toda ciudad literaria es más un estado del alma que una ordenación de lugares, quizá debiera abrir el volumen suelto de El sueño eterno y esperar si la mecha prende o no prende, que a lo peor – hay gente para todo – no lo hace. Para el iniciado – término que en novela negra podemos sustituir tranquilamente por fanático, y más en el caso de los iniciados chandlerianos – el mayor aliciente que presenta esta edición es sin duda la de disponer de una nueva y más pulida traducción, que vierte al español los originales con mucho mejor oído que las consideradas canónicas de la colección de Alianza (aunque uno sigue prefiriendo los volúmenes publicados en Debate, en especial el Chandler por sí mismo de Juan Manuel Ibeas, y si me detengo en este punto se debe a que la sonoridad es uno de los más grandes placeres de la prosa de Chandler y a que he podido comparar con los originales).

Ciertos hallazgos ajenos hacen fortuna y devienen con el tiempo en cómodos lugares comunes, desde entonces (ab)usados hasta la náusea. El lugar común adosado a Chandler es el de haber “dignificado” el género. Esto nada tiene que ver, como se suele dar a entender, con que Marlowe sea un Quijote urbano con pipa en vez de adarga y Chrysler en vez de Rocinante. El romántico por supuesto está ahí, pleno de contradicciones, pleno de orgullo resignado, en manos de fuerzas superiores que se le escapan pero a las que moralmente hace frente, el Destino o los dedos de quienes mueven los hilos. Al final terminará fatigado, tal vez con el labio partido, pero con una mejor opinión de sí mismo, aunque se resista a confesárselo. Es, sí, el héroe trágico por excelencia: se le ha mostrado la tentación en el camino y ha sabido resistirse. Pero esta moralidad del personaje, aunque menos visible, ya se encontraba en los otros detectives que poblaron las páginas de Black Mask y demás revistas pulp, que Chandler toma cuando elige la hard-boiled novel como vehículo literario.

La supuesta dignificación – que, digamos de paso, obvia culpablemente a Hammett, sin el cual Chandler no se entiende – no habría que asociarla con la colocación del código moral en el primer plano narrativo sino, justamente, con lo queda en Marlowe después de ese código y del resto de códigos del género: es ahí donde la voz de Marlowe/Chandler alcanza cotas celestiales; en las metáforas de todo color y a todo color, en el trallazo poético, en la ironía implícita, en el citado oído interno de la prosa… En definitiva, en todos esos elementos que determinan la voz de un escritor y que señalan la frontera entre la literatura y la mecanografía. Voz, pues, que se impone a los corsés de género sin desdeñarlos, que los asume y trasciende, sean los corsés del género que sea, como puede comprobar cualquiera que se acerque a las cartas, ensayos o resto de prosas no policiales de este “ángel de los suburbios”, en palabras de ese otro poeta de las cloacas que fue Ross Macdonald. Voz, también, que se impone al corsé inevitable de la muerte de su autor, que es la muerte del personaje. Como Holmes o el Padre Brown, Marlowe ya está fuera del tiempo.

(La sombra del ciprés, diciembre de 2009)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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